Los hombres
son básicamente complicados. Cuán buenos son depende de si ciertas concepciones
y maneras de pensar han conseguido prevalecer; una prevalencia que es, en
cualquier caso, precaria.
Thomas Nagel
¿Qué es el hombre? Sin
lugar a dudas, se trata de una inquietud que nos acompaña desde tiempos
antiguos. En efecto, desde Platón, con su propuesta de “bídepo implume”, que,
recurriendo a una gallina desplumada, fuera ridiculizada por Diógenes, hasta,
actualmente, por los avances neurocientíficos, Dick Swaab, quien nos reduce al
cerebro, la pregunta sigue siendo provocadora. Así, el catálogo de respuestas
que se han aventurado al respecto es tan generoso cuanto variado. Por citar
otro caso, pienso en Steven Pinker, puesto que, al reflexionar sobre la
naturaleza humana, él destaca nuestra condición de moralistas. Conforme a su
perspectiva, esta sería una de las características que resultarían
significativas para distanciarnos del resto. Porque, aunque haya algunos aspectos
de cierta moralidad en primates, por ejemplo, queda claro que, cuando existe
complejidad, esta valoración del obrar nos reconoce como incomparables
practicantes. En este sentido, la ética serviría con el fin de conocer qué
somos.
En 1994, explotando una
postura que tiene diversos seguidores, Carlos París publicó su libro El animal cultural. Con seguridad, la
calificación que atribuye al ser humano es un acierto. Es que somos hacedores de cultura. No hay otros responsables de
haber llevado a cabo esa obra, una que complementa, rectifica o incluso anula
lo recibido por la naturaleza. No se discute la importancia de nuestra
constitución innata, en donde hallamos el legado del homo sapiens, los factores genéticos, entre otros elementos. Empero,
además de tal herencia biológica, así como del medio en el cual nos
desenvolvemos, que, aunque lo pretendamos rechazar, deja sentir su injerencia,
contamos con nuestra propia producción.
Aludo a todo aquello que
se ha inventado para vivir y, por otro lado, convivir. Reconozco que la
supervivencia puede ser facilitada por los instintos, es decir, gracias a lo
natural. Sin embargo, con las creaciones y prácticas culturales, lo que se
procura es mejorar ese estadio primigenio. En otras palabras, no se trata de
tener cualquier vida. Por este motivo, históricamente, una persona culta es
concebida como alguien ilustrado, pero también, debido a esos conocimientos,
capaz de tomar las mejores decisiones, sea a nivel privado o público. Desde
esta perspectiva, ser culto debe entenderse como algo meritorio, ya que quien
lo fuera desarrollaría sus potencialidades, tanto intelectuales como
artísticas, por citar algunas, del modo más óptimo posible.
Asimismo,
la cultura podría favorecer a nuestra convivencia. No propongo que, si dos
individuos escucharan a Mozart, se dejaran deslumbrar por Miguel Ángel o
leyeran al enorme Goethe, los problemas sociales desaparecerían de forma
definitiva. Ninguna exquisitez del espíritu garantiza que nuestras actuaciones
queden libres de todo error, el cual, en determinadas circunstancias, podría
importunar al semejante. Porque el conflicto, desde lo más íntimo de cada uno,
con las contradicciones ordinarias que nos acechan, se reproduce a escala
grupal. No obstante, uno cree que, aproximándonos y, peor aún, regodeándonos en
su opuesto, la incultura, resulta muy poco probable la llegada de tiempos agradables.
Pasa que, pese a las críticas despertadas por su concepción clásica, aquella
donde no existe pluralidad ni tampoco relativismos, considerarla para guiar
nuestras vidas merecería ser calificado de positivo. Nos ayudaría, pues, a
establecer un vínculo en virtud del cual la condición humana sea mirada de otra
manera.
Nota pictórica. Lo imprevisible es una obra que
pertenece a Eduardo Arranz Bravo (1941).
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