El hombre es un ser posible; pero no hay posibilidades dentro de
las cuales el hombre elija ésta o aquélla. El hombre elige
su posibilidad, sí; pero esa elección no es sino el mismo
acto de crearla.
Vicente Fatone
¿Qué nos hace humanos? Sin duda, es una pregunta que
serviría para sumergirnos en un inagotable océano de libros. Todos los
pensadores que se han ocupado de la antropología filosófica contribuirían, con
mayor o menor éxito, a iluminarnos sobre las diferentes respuestas brindadas al
respecto. Porque las explicaciones que fueron elaboradas a partir de ese
interrogante son cuantiosas. Esta situación se volvió más compleja cuando, con
Darwin y la evolución, ya no podíamos considerarnos criaturas divinas o, por lo
menos, sin lazos con los demás animales. Éramos afines a los orangutanes, un
hecho poco digno de ser celebrado, salvo para quienes aborrecen al hombre y,
por tanto, endiosan a cualquier otra criatura, desde ballenas hasta roedores.
Se ha sostenido que somos el único animal que ríe.
Lo asevera Henri Bergson y, salvo por las carcajadas de la hiena o esa conocida
mueca del perro, podríamos concordar con su afirmación. Otros autores, como el ingenioso
Mark Twain, han dado a entender que nuestra exclusividad es la religión. No
habría, pues, nadie más en el reino animal –peor aún vegetal– que se hubiese
preocupado por tener mitos, rituales y todo un conjunto de creencias acerca del
más allá. Por cierto, al reflexionar sobre nuestras dimensiones, Émile Bréhier
precisó que ninguna otra especie tomaba consciencia de su segura, inevitable
desaparición, lo cual signaba la existencia humana. El último punto que, antes
de seguir con lo más valioso, juzgo relevante acentuar es una idea lanzada por
José Ortega y Gasset. Sucede que, de acuerdo con este pensador, el hombre es un
ser histórico: lo que nos define está en nuestro pasado, no sólo individual,
sino igualmente colectivo.
Más allá de reír, creer o tener pasado, entre otras
cualidades, el ser humano puede pensar. Apunto algo más: no hacerlo conlleva
forzosamente la insatisfacción de nuestras necesidades. Pero no basta con
destacar esa capacidad, ya que, de cierto modo, un delfín podría realizar
también operaciones equivalentes al pensamiento. En nuestro caso, debemos
referirnos a una reflexión que sea profunda y crítica, cuestionadora incluso de
sí misma. Hemos llegado a tal punto que, en esos afanes intelectuales, los
hombres abrigaron dudas de su propia existencia. Es improbable que un castor
explote su cerebro de dicha forma. Somos, por consiguiente, los únicos que
podemos alcanzar ése y otros extremos. Porque esta condición no sirve sólo para
incurrir en excentricidades; a lo largo del tiempo, ha permitido que nuestra
vida se torne menos compleja.
No obstante, pensar será
también problematizarse. Lo haremos desde un principio, comenzando con el
nacimiento. Se trata del momento que marca el inicio de una vida inevitablemente
problemática. El cuerpo necesitará de alimentación, cobijo, aun afecto, puesto
que, si no atendiéramos estos requerimientos, la salud sería menoscabada. Son
cuestiones que deben ser atendidas. Por supuesto, en principio, son los padres
quienes asumen la carga de resolver estos problemas. Después, cuando crecemos y
ya no precisamos de ninguna tutela, somos nosotros los que debemos lidiar con
esas exigencias. Asimismo, nos ocuparemos de los obstáculos que hay en ese
cometido. Para ello, es imprescindible que tomemos consciencia de su existencia
y los enfrentemos con firmeza. Una vida bien lograda demandará que procedamos
así. Nadie garantiza que estemos en condiciones de orillar cualquier asunto;
sin embargo, intentarlo ya resulta meritorio y congruente con lo que somos.
Nota pictórica. El
hombre de Vitruvio es una obra que pertenece a Leonardo da Vinci (1452-1519).
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