Declarar, cual pasa
entre nosotros, que el pueblo es inapto para practicar su propia soberanía, y
recurrir, no obstante, al simulacro de su ejercicio, es hipocresía indigna de
hombres de bien.
Bautista Saavedra
Según
Raymond Aron, los méritos de la democracia se notan sólo cuando recordamos que,
tal como pasa con nosotros, no es un régimen perfecto. Porque, aunque haya
personas que se presenten como una encarnación de lo sublime, debemos reconocer
nuestras limitaciones. Poco importa que, al irrumpir el humanismo, nos encontráramos
con pensadores para quienes las falencias de la especie eran males transitorios.
Lo positivo es que, gracias a reflexiones propias, pero también confrontaciones,
hemos advertido muchos problemas, esforzándonos por establecer condiciones
capaces de favorecernos. Así, el régimen democrático ha resultado ser
compatible con este vacilante, paulatino e inseguro caminar del hombre que vive
en sociedad.
No
existe idea seria del progreso que pueda prescindir de la democracia. Su
vigencia nos ha servido para garantizar la sustitución pacífica del gobernante
y, con esto, que no es irrelevante, el mantenimiento de un orden más o menos sensato.
Pienso en un sistema que tenga como base fundamental la voluntad del mayor
número de ciudadanos, quienes apreciarían su libertad y, por tanto, condenarían
el servilismo. Ellos son los que han dado el mejor sustento a la “soberanía
popular”, un concepto tan importante cuanto, por desgracia, utilizado con fines
demagógicos. No pasa por sostener que manda la mayoría; lo central es entender
cualquier función gubernamental como una derivación del mandato dado para
beneficiarnos. No se busca la satisfacción del capricho monárquico ni los
antojos de una cúpula.
Por
supuesto, los discursos de un burócrata pueden ser inconciliables con la
realidad que muestran sus propias acciones. En el caso de Juan Evo Morales
Ayma, la distancia entre palabras y hechos es descomunal. No me refiero a su pose
de abanderado del medio ambiente, que contradice autorizaciones dictadas para
construir carreteras en medio de reservas forestales. Tampoco pienso en sus
reiteradas invocaciones a los derechos humanos, pese a que, entre muertos por
represiones violentas y exiliados, ya supera a considerables dictaduras del
pasado. Ni siquiera intento la exposición de cómo los ataques a Estados Unidos
por fomentar el narcotráfico no concuerdan con el tratamiento privilegiado que
concede a cocaleros en Bolivia. Prefiero relegar todas estas incoherencias. En
esta oportunidad, me decanto por cuestionar su apego a la democracia. Es que,
aunque Samuel Arriarán lo presente como “filósofo del poder obedencial”, pues,
según él, gobernaría obedeciendo al pueblo, pocas cosas superan esta patraña.
La
democracia es para hombres que se reconozcan como falibles y, además, mortales,
no gobernantes eternos. Para quien, como Morales Ayma, se cree con naturaleza
sobrehumana, volviendo el culto a personalidad una cuestión de Estado, darle a
conocer nuestra disconformidad no tiene sentido. Si alguien le recuerda que
debe cumplir las reglas establecidas para la sucesión del mando, someterse al
imperio de la Ley, entre otras bondades del mundo civilizado, se topará con su
negativa suprema. Él nos obedecerá entretanto lo reconozcamos como el único
sujeto capaz de regirnos. Puede simular ser nuestro mandatario, extenuar su
garganta con discursos que aluden al deber de acatar toda decisión del
soberano; empero, tarde o temprano, su impostura será revelada. Lo terribe, con
certeza, es que, por ignorancia, candidez, fanatismo u otra funesta cualidad,
haya todavía personas a quienes sus gestiones les parezcan meritorias. El reto
es no sumarnos a esa manada.
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