Un mundo en el que no cupieran el
dolor y el sufrimiento también sería un mundo en el que no cabría la
elección moral, y por tanto no habría posibilidad de crecimiento y desarrollo
moral.
John Hick
En 1949, un grupo de hombres camina por
una zona fría, del todo adversa. Contra su voluntad, realizan excavaciones en
un río que, desde luego, no invita a ningún chapuzón. En ese cometido, se topan
con un gran bloque de hielo. Si bien el tamaño era llamativo, les sorprendió
más su contenido. Encapsuladas, había criaturas nada comunes, seguramente
parientes milenarios de nuestros peces. Sin duda, para cualquier ictiólogo, el
hallazgo hubiera originado grandes festejos. Empero, aunque sus descubridores
no eran ignorantes, no cabía tal exquisitez. Casi al borde la inanición,
rompieron el hielo y devoraron a esos tritones. Acoto que había sólo algo capaz
de superar el ya indoblegable apetito: la recuperación de su libertad. Eran
presos políticos, gente que había sido sancionada por pensar sin respetar los
dictados del estalinismo.
Un protagonista del
acontecimiento antes descrito fue Aleksandr Solzhenitsyn, escritor que vivió
entre 1918 y 2008. Nobel de Literatura en 1970, soportó el rigor del
cautiverio. Fue víctima del gulag, sistema que comprendía los campos de
concentración en donde padecían quienes fastidiaban al régimen soviético.
Hombre de letras, el sufrimiento y la indignación lo llevaron al puerto que
resultaba más previsible. Así, con pluma en mano, escribió sobre la
persecución, las condenas infundadas, los castigos que se imponían por no
manifestarse a favor del supuesto paraíso en el cual estaban. Habiendo sufrido
por esa infamia, nada parecía tan razonable como denunciarla con los medios a
su disposición. Se abrigaba la ilusión del servicio al prójimo, creyendo que
sus semejantes podían evitar caer en las mismas equivocaciones.
Lo lamentable es que, tal como ha señalado Aldous
Huxley, “la gran lección de la historia es que nadie ha aprendido las lecciones
de la historia”. De manera que, aunque se tengan testimonios tan sobrecogedores
cuanto explícitos, reveladores para conocer los peligros del poder, nada
garantiza su eficacia pedagógica. No niego que, como en el caso de Solzhenitsyn,
algunos libros hayan tenido una gran recepción cuando sus autores se decantaron
por divulgar esas barbaridades. El punto es que no se trata de un atractivo
perenne. Caído el comunismo ruso, vale decir, la mayor tentativa de concreción
del socialismo marxista, esas denuncias perdieron fuerza, estimándose
inactuales, hasta irrepetibles. Se llegó a creer que tales abominaciones eran
parte de un pasado que había quedado enterrado para siempre. No se las relacionaba
con ideas que, pese a su fracaso, continuaban teniendo vida.
A veces, la
propaganda del régimen es tan descomunal que, con el paso del tiempo, se
sobrepone al valioso testimonio de sus víctimas. Esto hace que, en lugar de
recordar las vilezas, nos quedemos con su mejor versión. Fue lo que ocurrió en
Bolivia con la Revolución del MNR. ¿Alguien se acuerda de sus presos políticos,
personas que fueron maltratadas, torturadas por cuestionar las decisiones del
régimen? Porque, digámoslo una vez más, hubo entonces campos de concentración,
detenciones arbitrarias, bestialidades a granel. Lo peor es que se escribieron
muchos libros al respecto, exponiendo claramente la situación, buscando el
aprendizaje colectivo del asunto. Mas el prestigio que tiene todavía esa
revuelta de 1952 refleja la insuficiencia del pronunciamiento de las víctimas.
En este sentido, nada me asegura que, algunas décadas más adelante, un palmario
oprobio como el del proceso de cambio sea glorificado por las nuevas
generaciones.
Nota pictórica. Los horrores de la guerra es una obra que pertenece a Bernard
Buffet (1928-1999).
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