Lo significado con dicho precepto es, evidentemente, que
no has de hacer a otro lo que no quieres que se te haga a ti. Es una apelación
a la imaginación: antes de infligir algo a otro, imagínate que otro te inflige
eso mismo a ti. Es decir: objetívate, míralo desde fuera como referido a ti
mismo.
Hannah Arendt
Alain, filósofo a quien, por desgracia,
ya no se lee como antes, explicó que nuestras ideas nos sirven de anteojos.
Efectivamente, las reflexiones que llevamos a cabo, engendrando distintos
conceptos y teorías, son fundamentales para entender el mundo, la sociedad, los
hombres. Contamos, pues, con una mirada en la que, a pesar de numerosas
excepciones, el componente racional tiene relevancia. Porque hay también otros
factores que influyen cuando procuramos tener una comprensión satisfactoria de
la realidad. En ese afán, además de lo racional, encontramos a los prejuicios.
Así, la visión individual de lo que sucede a nuestro alrededor se halla
perturbada por opiniones prefabricadas, volviendo inviable cualquier seriedad
al respecto. En este caso, no habría sólo problemas personales, sino asimismo
de carácter social. Es que la convivencia suele ser perjudicada cuando sentimos
predilección por el acto de prejuzgar.
Por supuesto, no
podemos emplear la razón y someter al conjunto del género humano a una
observación rigurosa, esperando que, obrando únicamente de esta manera,
tengamos juicios definitivos sobre su situación. Es importante que consideremos
sus acciones; empero, tiene también valor nuestra capacidad de imaginarlas. No
es un asunto insignificante. De hecho, sin tener esa posibilidad, el
establecimiento de varias relaciones sería ilusorio. Tenemos que imaginarnos
cómo se comportarán en determinados contextos, sean circunstancias de
naturaleza religiosa, económica o política, por citar algunos escenarios. No
pasa por figurarnos cualquier clase de reacción, sino la que sea más cercana a
nuestra realidad. El problema es que no se trata de una labor sencilla; en
muchas ocasiones, nos dejamos llevar por mezquindades, exageraciones u otras
descontextualizaciones.
Tal como Elaine
Scarry lo resalta, tenemos la dificultad de imaginar a otra gente. Es un
significativo reto cuando hablamos de todos los que conforman nuestra sociedad,
con certeza. Incapaces de conocer a cuanto mortal reside o habita en un país
donde nos hallamos, queda ese recurso imaginativo. No obstante, ni siquiera la
comunidad más cerrada que los hombres constituyan nos garantizaría plena
uniformidad. Podemos identificar algunos patrones de conducta, tener presente lo
concerniente a principios, valores, ideales; con todo, habrá siempre margen
para el libre albedrío. Ninguna generalización es infalible, pudiendo darse
paso a injusticias de diversa índole. Pasa que nuestras normas, tanto formales
como de hecho, pueden implicar medidas basadas en esas presunciones. Siguiendo
tal línea, podríamos concluir que a ciertos grupos o sectores correspondería
recibir un trato diferenciado, soportando mayores cargas u otras iniquidades.
El
tema se vuelve más complejo cuando nos referimos a quienes provienen de otras
sociedades. Ciertamente, salvo cuando se busca información tan profunda cuanto
detallada, nuestros juicios sobre los inmigrantes obedecen a estereotipos que
sobresalen por su simplicidad. En el mejor de los casos, es decir, cuando nos
alienta el optimismo, podemos tener una versión idealizada o romántica del
extranjero. Todos serían buenos, dignos del mayor elogio, incapaces de producir
daño alguno. Lo contrario sería defender una postura pesimista, suponiendo que
ninguno merecería nuestra confianza, justificando la construcción de grandes vallas,
muros y aun campos minados. De modo que, sin mesura, la imaginación puede
convertirse en obstáculo para una razonable coexistencia.
Nota pictórica. Dos chicas es una obra que pertenece a Franco Gentilini
(1909-1981).
Comentarios