¡Cuántas veces las mejores cualidades encuentran menos
admiradores y cuántas veces la mayoría de los hombres toma lo malo
por lo bueno! Ése es un mal que se observa todos los días.
Christian Fürchtegott Gellert
Nietzsche tenía el convencimiento de que
su grandeza sería reconocida únicamente después de la muerte. No lo dijo sólo
en su ya casi demencial Ecce homo;
era una certeza que lo acompañó varias veces. Sus contemporáneos no tendrían,
pues, la lucidez necesaria para valorar el pensamiento que forjó en vida.
Incomprendido entonces, encontraría la gloria en lo venidero, tal vez cuando
haya más hombres dispuestos a cuestionar las tradiciones. No es casual que se
haga mención a la cantidad. Pasa que, mientras la mayoría opte por consagrar
determinados principios, valores, ideales, pero también prejuicios e
insensateces, las voces disidentes serán aborrecidas o, con regularidad,
desdeñadas. Sin embargo, por más impopular que resulte, no se descarta que un
argumento así, tan despreciado cuanto marginal, sirva para mejorar nuestra
realidad, incluso la política.
Si bien, por sus
antecedentes, no espero que varios políticos realicen declaraciones en las
cuales sobresalgan su erudición y elevada inteligencia, suelen frustrar hasta
mis expectativas más bajas, fomentando el apego a creencias masivas e
incorrectas. Se suman a esta suerte de marea perniciosa, que crece cual
ninguna, analistas e intelectuales, es decir, gente supuestamente llamada a
iluminar al prójimo, sacándolo de las confusiones y los disparates. De manera
que, aunque haya la posibilidad de notar errores e intentar su enmienda, la
regla es contribuir al absurdo. Lo peor es que, como la democracia se mueve
conforme al impulso mayoritario, muchos prefieren alimentar esa tendencia. Lo
normal es toparse con mortales que, siendo francos o embusteros, ahonden la
estima por mitos, perjudicando nuestro avance.
Una causa que, por
ejemplo, parecería hoy perdida es el patrocinio de la ideología. Ocurre que,
para mucha gente, incluyendo postulantes a cargos públicos, ya todo esto sería
un asunto del pasado. En su criterio, estaríamos más allá de categorías como
izquierda y derecha, pero también lejos del socialismo, liberalismo o anarquismo.
Sin embargo, esa clase de afirmaciones desnuda ignorancia. Las ideologías
permiten que uno reflexione acerca de cuál sería el mejor Estado, la sociedad
más justa, por citar dos cuestiones nada menores. Es lo que marca el rumbo a
seguir, ofreciéndonos un panorama por el cual valdría la pena luchar. Es cierto
que no basta. Sería, verbigracia, insuficiente para construir un puente. No
obstante, asociar esta obra pública con un propósito mayor, contribuir a la
libertad de locomoción, así como al comercio, nos sitúa frente a fines que no
son necesariamente contestados por la tecnocracia.
Asimismo, me rehúso
a sumarme al enorme número de sujetos que desprecian los partidos políticos. Son
personas que, fascinadas por las redes sociales y movilizaciones de ciudadanos
sin militancia, proclaman el fin del sistema partidario. Estos mismos profetas
son quienes censuran la democracia representativa, suponiendo que ya no sería
necesario tener parlamentarios, debiendo definirse todo en las calles o
Internet. Olvidan que, pese a cuán mediocres hubiesen sido numerosos diputados
y senadores, la idea del Parlamento es todavía un gran invento, uno defendible
a rajatabla. Se trata de un espacio en el cual cabe la deliberación sobre
decisiones que son fundamentales para nuestra convivencia. No discuto que
considerables organizaciones políticas hayan despuntado en materia de
corrupción, dogmatismo u oportunismo ideológico; empero, sus falencias no invalidan
la relevancia del concepto.
Nota pictórica. En el jardín es una obra que pertenece a Albano Vitturi
(1888-1968).
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