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La tradición del doctor altoperuano





Al intelectual no le es lícito mentir, y si miente debe perder el derecho a ser tratado como tal.
Julián Marías


La frase indignó a Franz Tamayo porque, según este poeta y maravilloso insultador, sirvió para denigrar al boliviano. Los problemas que amargaban la vida de sus compatriotas habían sido, pues, agravados debido a esas palabras inmortalizadas por Gabriel René Moreno. Pasa que, cuando hablaba del “doctor altoperuano”, el historiador no tomaba la pluma para elogiar sus virtudes; se trataba de atacar a un ser legítimamente repudiable. No pasaba por el origen regional; cualquiera podía incurrir en esas actitudes y prácticas. Aludo a individuos que se caracterizan por la doblez y las astucias inescrupulosas. Olvidan toda idea de moralidad, ya que un marco ético les resulta inconcebible. Como es sabido, Casimiro Olañeta fue un caso emblemático, una persona que cambió de bando en la lucha independentista y, durante varios años, manipuló a hombres del más diverso pelaje. Por desgracia, ese mortal no ha sido el único en esta sociedad que puede engendrar verdaderas infamias.
Alcides Arguedas, admirador de Moreno, aborreció también a esos sujetos que, sin ninguna congoja, podían inventar alegatos para defender el orden colonial o, si se lo precisaba, promover una revuelta. No ansiaban la contribución al esclarecimiento de los hechos ni, menos aún, acabar con las injusticias. Lo fundamental era prestarse a todo fin que favorezca sus intereses. La interpretación de las leyes admitía cualquier tergiversación hasta lograr su objetivo: satisfacer los requerimientos del superior. No existía la menor de las vacilaciones al buscar ese propósito. Porque, desde su óptica, la verdad es un término que puede servir para dar envoltura decente a las más groseras falsedades. Huelga decir que, al seguir este camino, ofreciendo sus destrezas para beneficio del engaño colectivo, un intelectual se convierte en una negación de su naturaleza crítica.
Con certeza, las retribuciones que causaba esa combinación de palabrería con falacias remunerativas hizo apetecible la conquista del título de abogado. Conforme al autor de Pueblo enfermo, la familia provinciana se ilusionaba con presentar al hijo como doctor. Es más, erróneamente, se consideraba que la portación del grado académico ya lo colocaba por encima de quienes no habían accedido a una educación superior. Se perseguía entonces la gloria, el poder y, como consecuencia de éste, los enriquecimientos extraordinarios. Pueden hablar acerca de fines elevados, acentuar su desprendimiento en favor del país entero; no obstante, sus ambiciones han sido bastante primarias.
Lejos de acabar, esa tradición continúa vigente en Bolivia. Es el ejemplar caso de Álvaro Marcelo García Linera. Ocurre que, si bien uno puede formarse como autodidacta, sin necesidad de pisar la universidad, resulta incoherente y censurable recurrir al engaño para ser consagrado en ese campo. Como el doctor altoperuano de René Moreno, quien ejerce la segunda magistratura se ha obsesionado, aunque procure negarlo, intentando que lo encumbren con algún título. Recuerde usted lo que sucedió con su “licenciatura” en matemáticas, anotada en registros de orden público, pese a no haber concluido ni media carrera. Por otro lado, ese funcionario de Bolivia pudo haber criticado antes el régimen palaciego, las frivolidades en torno a títulos nobiliarios que enorgullecían a familias sin abolengo; empero, recibe gustosamente cualquier distinción institucional. El panorama es así de contundente. Ya no hay sólo impostura; su revolución ha encallado en una patética ridiculez.

Nota fotográfica. La imagen que ilustra el texto ha sido tomada del diario Página Siete.

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