Quien filosofa no está de acuerdo con las ideas de su época.
Goethe
En 1844, mientras reflexionaba sobre una obra de
Hegel, Marx lanzó su famoso ataque: la religión es el opio del pueblo. No era el
primer individuo que relacionaba los conceptos de fe y adormecimiento, hasta
pasividad frente a las injusticias. En efecto, antes que él, tanto Heine como
Hess habían formulado ideas similares, aunque sus analogías no tenían el mismo
propósito. Tiempo después, Raymond Aron tomó la palabra y criticó al marxismo,
denunciando que éste era un opio de los intelectuales. Así, quienes adoptaban
esa ideología perdían su capacidad crítica, procurando que ningún elemento de
la realidad sirviera para refutarlos. Según esta óptica, se debía desechar todo
cuestionamiento, limitándose uno a repetir verdades de autoridades o
superiores. Lo fundamental era evitar complicaciones, confiando en que un par
de simplezas basten para explicarnos todo.
Como pasa con cuantiosos
países, Bolivia nos ofrece una historia en la que no faltan los problemas de diferente
naturaleza. Es innegable que ninguna sociedad carece de dificultades, pues
nosotros mismos, en la esfera más privada, tenemos también momentos críticos.
La desgracia es que, conforme al criterio expuesto por muchas personas, uno de
los principales obstáculos para mejorar nuestra situación sería el
enclaustramiento marítimo. Porque, junto con Sánchez de Lozada, ser un país
mediterráneo es el argumento que sirve para explicar el subdesarrollo nacional.
Es que, aun cuando Morales Ayma señale lo contrario, Bolivia sigue siendo uno
de los países más pobres de Latinoamérica. Las causas son diversas; sin embargo,
la sola salida al Pacífico no resolverá nada. Lo que impide un mayor
crecimiento son las normas dictadas por un régimen tan irresponsable como el
actual. Resalto el peso de las cargas sociales y tributarias, la pésima
justicia, contar con carreteras insufribles: un ambiente idóneo para no
invertir.
Los problemas estructurales
que tiene este país no se originan en la pérdida del litoral. Pensemos en la calamidad
de tener gobernantes que se inclinan por las actitudes autoritarias. Bastaría
con destacar que Mariano Melgarejo, uno de los bárbaros que gobernó Bolivia,
fue presidente antes del conflicto con Chile, entre 1864 y 1871. Tanto él como
un populista llamado Manuel Isidoro Belzu, desde hace dos siglos, nos recuerdan
que, con o sin costa marítima, ha faltado el apego a la Constitución. No se ha
tenido una cultura política que pueda considerarse democrática, con gobernantes
dispuestos a respetar al ciudadano, sometiéndose a las leyes como cualquier otro
mortal, además de contribuir al fortalecimiento de instituciones republicanas.
Desde luego, la observación incluye a quienes integran esta sociedad. Porque
resulta que, aunque la lección se repitió numerosas veces, aquella reincidencia
no parece tener fin.
Con gusto, yo renunciaría a
mi cuota del mar si, como contraprestación, me ofrecieran un escenario en el que
se respeten la libertad, el sistema democrático, los derechos humanos. Este
conjunto de requisitos mínimos, pero despreciados por incontables funcionarios,
se constituye en una tarea mucho más urgente, acaso apremiante, superior, desde
toda perspectiva, a la del mar. Mas no se lo nota porque, a veces, la
patriotería, enfermedad que varios padecen, cambia el orden de las prioridades,
descartando cualquier disidencia. Se pretende la clausura del debate acerca de
las desventuras nacionales, amenazando con el desprecio popular a quienes salvaguardan
una mirada distinta.
Nota pictórica. A orillas del mar es una obra que pertenece a Iván Aivazovsky (1817-1900).
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