El hombre moderno
tiene la pretensión de pensar despierto. Pero este
despierto pensamiento nos ha llevado por los corredores de una
sinuosa pesadilla, en donde los espejos de la razón multiplican las cámaras de
tortura.
Octavio Paz
Estamos acostumbrados a concebir el pensamiento como algo positivo y,
por tanto, deseable. Creemos que, merced a su ejercicio, los hombres se hallan
en condiciones de progresar. Así, asociamos su puesta en práctica con el
mejoramiento de nuestra existencia, tanto individual como social. Por el
contrario, si llevamos a cabo actividades que le resultan adversas, lo venidero
no podría sino ser considerado sombrío. Se entiende, pues, que, por sí misma,
cualquier reflexión contribuiría invariablemente al bienestar de quien la
consumara. La revisión del pasado nos ofrecería más de un ejemplo al respecto. Aludo
a sujetos que, usando el cerebro, meditando y teorizando, habrían tenido una
vida digna de ser admirada. Es más, si, como consecuencia de sus ideas, fueron
perseguidos, nos parece natural decantarnos por venerarlos. El caso de
Sócrates, condenado a beber la cicuta por sus peligrosos razonamientos, es un
hecho que nos conmueve y todavía indigna.
Pero la realidad, en las diferentes épocas que están
marcadas por nuestra capacidad reflexiva, tiene también otras experiencias. En
efecto, imaginar que, cuando un hombre se sienta a discurrir sobre sus
problemas, sólo podría suscitar cambios benéficos es erróneo. Se trata de una
ingenuidad que, en su momento, fue refutada por Rafael del Águila. En 2004,
este pensador criticó lo que llamó “falacia socrática”. En su criterio, aun
cuando nos cause dolor, afectando el orgullo intelectual, ese maestro de Platón
se había equivocado. Era falso que el pensamiento conduce necesariamente al
bien. El mundo nos ofrecía diversas muestras de los daños que ciertas ideas —no
escasas, sin duda— habían traído consigo. No niego que haya personas con muy
meritorias intenciones, mortales para quienes sus respuestas resolverán todos
nuestros conflictos; empero, los resultados pueden ser distintos de las
intenciones del razonador.
No me limito a evocar planteamientos que, como en el
caso del nacionalsocialismo, estén infestados por una grosera malignidad.
Porque nos topamos allí con ideas que han sido forjadas para justificar los
abusos, las agresiones físicas, hasta el asesinato. Son disquisiciones que,
inequívocamente, alientan la perpetración de crímenes del todo infames. Sin
embargo, en ocasiones, por más angelical que parezca, un ideario podría
desencadenar situaciones similares. Sucede que, aunque hable usted del amor al
prójimo, de la paz ganada gracias a los productos del pensamiento, nada
garantiza su obtención. Aclaro que no descarto el riesgo del entendimiento
traicionero. Con seguridad, cabe considerar la posibilidad de que los
seguidores, fanáticos e intérpretes no tengan una mirada afín al objeto
perseguido por su pensador predilecto. De esta manera, por ejemplo, enseñanzas
en torno al humanismo podrían, debido a la obra del discípulo, alentar la
inhumanidad.
En su libro Sócrates
furioso, Del Águila cuestiona asimismo la premisa de que el bien nos lleve
siempre al bien. Es que, según esa cándida creencia de los pensadores nunca maléficos,
ellos jamás causarían daño mediante sus bondadosas cavilaciones. Lo cierto es
que, por sus secuelas beneficiosas, se puede justificar aun la consumación de
un acto negativo. Si no aceptáramos la validez de esta lógica, hallaríamos
inaceptable que alguien mate a uno o más tiranos, causando un mal individual,
pero, por otra parte, simultáneamente, restableciendo el sosiego entre sus
conciudadanos. Está claro que, a veces, los caminos de la maldad pueden tener
una buena meta.
Nota pictórica. Pensador es
una obra que pertenece a Ivan Nikolayevich
Kramskoy (1837-1887).
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