Somos una casta de soberbios. Llevamos en el tuétano del alma la
soberbia y con ella la envidia. No he encontrado todavía entre nosotros
majadero que se haya convencido de que lo es. Ante una cosa que no entiende
sino a medias o que no entiende del todo, todo se le ocurre, menos confesar que
excede de su capacidad.
Miguel de Unamuno y Jugo
En 1935, Simone Weil, filósofa y ensayista que
llevó la coherencia de carácter ideológico a los extremos más desconcertantes,
escribió una carta para su amiga Albertine Thévenon. Ya había tenido la
experiencia de trabajar en una fábrica, distanciándose del mundo teórico que a
numerosos izquierdistas, protectores entusiastas del proletariado, les bastaba.
Ella dejó su puesto de profesora, cargo ganado merced a un excepcional
desempeño académico, para tener esas vivencias. Por esta razón, cuando se
dirigió entonces a su corresponsal, aprovechó para criticar al considerable
grupo de sujetos que prometían un nuevo mundo, una genuina utopía obrera, pero
jamás habían realizado labor alguna. Resumiéndolo, en sus palabras, los
jerarcas bolcheviques eran una “siniestra payasada”.
No es necesario que
recurramos al infortunio soviético para subrayar sucesos de tal índole. La
economía, pongamos por caso, tiene varias épocas en las cuales ese absurdo
resulta evidente. Pienso en los burócratas que, pese a no haber tenido negocios
de ninguna clase, aunque sea una tienda para comercializar papel higiénico,
pontifican cuando opinan sobre crecimiento, exportaciones y demás asuntos del
ámbito ya señalado. Son diestros en divulgar predicciones acerca de políticas
que, en sus sueños −o, para los demás,
pesadillas−, tienen a la perfección
como principal atributo. De esta manera, ellos pueden tomar pedestales de
cualquier cámara empresarial, marcar el rumbo a seguir, indicar cuáles son los
pasos que garantizan la victoria frente al fracaso, los triunfos ante toda
miseria. El problema es que, cuando llega la hora de pasar a las acciones
concretas, sus discursos triunfalistas y soberbios no sirven en absoluto. Es el
instante en que su grosera falta de experiencia se vuelve dañina para quienes
conforman la sociedad.
Desgraciadamente, no se
creen sólo geniales en materia económica. Nos topamos también con autoridades
que hablan de educación, pero sienten un profundo desprecio por el
conocimiento. Pueden haber sido pésimos estudiantes o, entre otras facetas,
bastante mediocres al momento de ejercer cualquier profesorado; sin embargo, no
se sonrojan si se les pide legislar al respecto. Tienen, pues, la fórmula para
resolver todos los problemas que, en su época de aprendices, nunca estimaron
importantes. No interesa que jamás sientan el anhelo de acabar con su propia
ignorancia, aun cuando ésta sea inagotable; para ellos, la cuestión puede ser
despachada gracias a pocas afirmaciones. Es que lo único relevante pasa por
reconocerlos como propietarios indiscutibles de la verdad. No cabe, por tanto,
enseñar a pensar con libertad, sino adoctrinar para garantizar la existencia de
obsecuentes ciudadanos.
Finalmente, siempre a
cómoda distancia, reflexionarán acerca de la indigencia del prójimo. En
circunstancias como éstas, los siniestros payasos expresarán su indignación por
la injusticia que se produce cuando pocos se quedan con tanto, ahondando las
desigualdades, eternizando un sistema del peor tipo. Siguiendo esta línea,
pueden elogiar el poncho, alabar las bondades de abarcas y chinelas, aun
reivindicar la sencillez de quienes tienen apenas una camisa dominguera. Con
todo, una vez terminada su perorata, sentirán la urgencia de volver a usar
prendas importadas, zapatos de cueros exóticos, corbatas estampadas, al igual
que festines en los cuales su anterior auditorio no tiene entrada. Pese a ello,
dicen ser la voz del oprimido, un verdadero portaestandarte de los marginados.
Nota pictórica. Payasos es una obra que pertenece a Walt Kuhn (1877-1949).
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