En no saber bien, bien, todo esto, hay un peligro enorme. La juventud pasa, de una fe sin crítica y sin reservas, o bien a una tesis opuesta igualmente unilateral, o bien al escepticismo o a la inercia.
Carlos Vaz Ferreira
José Ingenieros,
intelectual que se dirigió contra la mediocridad para promover su extirpación
del mundo, no quería ser anciano. Su anhelo era fallecer antes de sufrir por
aquel proceso decadente que los años traen consigo. Más allá del tema físico,
por las dolencias, pérdidas y demás achaques que se dan, le preocupaba incurrir
en vergonzosas incoherencias. Había notado que, por ejemplo, el pensamiento del
último Kant entraba en contradicción con las afirmaciones realizadas antes de
llegar a la senectud. Esto habría sido el producto del aumento de cobardía, un
problema que se asociaría con la tercera edad. Para el también precursor de la
criminología en América Latina, ésta era una situación que convenía ser
evitada. En este sentido, debíamos aspirar a mantener una línea de
comportamiento, actitudes, creencias que fuesen compatibles con las flamantes
generaciones. Proceder de manera distinta era consentir nuestra propia
petrificación.
Bríos para el poder
Entre los criterios
empleados para legitimar el ejercicio del poder, encontramos a la edad. Hoy, específicamente,
aludo a la vejez, pues se ha entendido que quienes tienen mayor experiencia en
este planeta serían sabios, por lo cual podrían tomar las mejores decisiones.
Es uno de los argumentos que, en su momento, sustentó la institución del Senado
en Roma. Así, tener varios decenios encima garantizaba que los encargados de
resolver problemas sociales contaran con la razón como guía. Predominaba
entonces la prudencia y el apego al orden, virtudes que son propias del
conservadurismo. Frente a un escenario como éste, hubo quienes reivindicaron
las pasiones, lo emotivo, la necesidad apremiante de liquidar el pasado. Según
esta óptica, el único modo de optimizar la sociedad era gracias al empuje
juvenil.
Aunque
ser joven no conlleva la carga de actuar sin pensar, los fascistas recurrieron
a quienes contaban con esa edad para exaltar su fuerza. Los partidarios de
Mussolini no tuvieron la exclusividad en ese cometido. Pasó lo mismo en
Alemania, con Hitler, cuyo régimen creó unidades en las que participaban
solamente jóvenes. El comunismo siguió tal lineamiento, acometiendo que, desde sus
primeras décadas, las personas se identificasen con sus postulados. Hasta la
religión, con la Acción Católica de la Juventud Francesa, fundada en 1886,
había procurado organizarlos para perseguir fines con los que se identificaba.
Empero, sea con móviles laicos o cristianos, no se pretendía su contribución
intelectual, el aporte de nuevas ideas que iluminaran nuestra realidad; se los
tomaba en cuenta sólo para la movilización. A ellos les correspondía ponerse en
primera línea, soportar las represiones, aun morir mientras ardía la guerra.
Las aulas del irracionalismo
En 1982, el
filósofo José Luis López Aranguren destacaba que, desde la década de los
sesenta, se debía reconocer a los jóvenes como protagonistas del ámbito
político. Estados Unidos, Alemania y Francia sirvieron para evidenciar el
crecimiento del poder de quienes, siendo universitarios, apostaban por una
transformación mayor. Libres de obligaciones parentales, tenían el tiempo y
ocio suficientes para suscitar una insurrección demoledora. El problema es que
sus posturas no fueron rigurosamente alimentadas por la razón, ese motor de
cuestionamientos y revelación del error. Es más, en muchos casos, lo que
prevaleció fue una empecinada búsqueda de su negación. Debía, pues, reinar la
imaginación, lo visceral, cualquier clase de posición que socavara el orden
vigente. Es por este motivo que toda especie de autoridad, incluyendo los
profesores, no justificaba ninguna consideración, peor aún obediencia. Era la
hora de proclamar el triunfo del absurdo.
No
pueden olvidarse las relaciones entre activismo y violencia que se dieron en
los años antes mencionados. El hecho de usar a figuras como Guevara o Mao no
hacía sino reflejar su predilección por salidas en donde la concordia resulte inaceptable.
Ni siquiera el misticismo, otro rechazo a la racionalidad occidental que los
tuvo como practicantes, se liberó de aquello. La espiritualidad de un hippie
llamado Charles Manson, quien pasó del amor y las drogas a instigar asesinatos monstruosos,
es una muestra del peligro que puede acompañar al irracionalismo. Tal como lo
ha indicado un marxista del siglo pasado, Georg Lukács, ese camino conduce a la
peor barbarie.
El reto de la madurez
Tras leer Pueblo enfermo, José Enrique Rodó se
dirigió a su autor. Señaló a don Alcides
Arguedas que los males descritos en ese libro podían explicarse porque los
pueblos de Latinoamérica eran “niños”. Se trataba de sociedades nuevas, por lo
que la violencia, el caos, las arbitrariedades y los disparates gubernamentales
debían entenderse como problemas transitorios. Ese pensador uruguayo estaba
convencido de que, con el paso del tiempo, la situación cambiaría, mostrándonos
países en donde la inmadurez fuera escasa o, mejor aún, inexistente. No se
discute que la tarea era hercúlea; sin embargo, como toda de naturaleza
cultural, resultaba perfectamente hacedera. Los puntos centrales eran acceder a
la reflexión autónoma y, además, asumir responsabilidades mayores, terminando
con cualesquier tutelajes. Me refiero a cuestiones de carácter individual,
pues, mientras éstas no varíen, el infantilismo social permanecerá
imperturbable.
Cuando
la inmadurez impera en una sociedad, lo más seguro es que las prácticas
políticas sean contrarias al libre debate, los ejercicios de autocrítica y,
entre otros elementos, una valoración positiva del individuo. Así, el panorama
que se nos presenta tiene como piezas capitales al romanticismo y una
irresponsabilidad caprichosa. No es una falencia generacional. Esta realidad se
da porque, salvo excepciones, personas de cualquier edad prefieren eludir los
caminos complejos, poco estimulantes para buscadores del éxtasis adolescente,
quedándose con la divinización del muchacho enmascarado que, bomba mólotov en
mano, quiere contemplar cómo cae un tirano sin saber qué hacer al día siguiente.
La desgracia es que no basta con una toma de universidades o del Palacio de
Invierno; cabe después pensar en el mando. En ese momento, si hubiere fortuna,
tendría que apelarse a las ideas y relegarse el insuficiente fervor de las
movilizaciones del pasado.
Nota pictórica. Ícaro es una obra que pertenece a Sascha
Schneider (1870-1927).
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