Por muy desesperado que pueda ser el
estado del problema, por muy aplastantemente que pueda hablar toda evidencia
psicológica contra la libertad, el hombre no puede –ni le está permitido– dejársela
quitar.
Nicolai Hartmann
Ya en el primer
tomo de Los enemigos del comercio,
Antonio Escohotado nos regala razones para celebrar su monumental obra. El
análisis que hace del pasado, recogiendo ideas en torno a la propiedad privada,
tiene una escrupulosidad ejemplar; además, sus esclarecimientos son bastante
aleccionadores. Con todo, en esas páginas, encontramos una contienda que, desde
los espartanos hasta la Francia del jacobinismo, justifica nuestras atenciones:
seguridad contra libertad. Es que incontables personas han concebido esa inclinación por las
certidumbres como un bien preciado. No interesa que los controles impuestos por
su puesta en práctica terminen con cualquier espontaneidad, condenándonos a una
cultura favorable a la planificación y el rigor del temor. Se ha buscado, pues,
una estabilidad que nos exima de aflicciones, aunque, al final, el fracaso
impere. Porque la vida del hombre libre nunca dejará de ser acompañada por el
riesgo, las incertezas, los albures que pueden liquidar nuestras más queridas
predicciones.
Certidumbre del igualitarismo
El miedo a la incertidumbre
no ha sido lo único capaz de afectar a quienes rechazan cualquier sumisión. Se
nos ha situado igualmente frente al problema de la igualdad, término explotado
por varias personas hasta causar vértigo. En principio, su apreciación
simultánea no tendría por qué juzgarse imposible. La convicción de que los
hombres nacen tan libres cuanto iguales no implica contradicciones. Los
inconvenientes surgen cuando se resiste toda modulación, volviendo excluyente
un concepto que podía ser armonizado con otros. Podemos establecer una
jerarquía que privilegie nuestra condición de individuos autónomos; sin
embargo, negar todo acercamiento, similitud o concordancia es un absurdo. No se
trata de elegir entre libertad e igualdad como si ninguna coincidencia
resultase practicable. Los cuestionamientos se deben dar cuando incurrimos en
el igualitarismo, esa radicalización que puede hermanarnos, pero en la
esclavitud. Es esta exageración, perseguida en aciagos momentos de nuestra
historia, la que prepara el terreno para las abominaciones.
Pluralidad controvertida
Aunque apreciada en
singular, la libertad puede provocar molestias cuando se opta por su
multiplicación. En este tipo de situaciones, sus disputas no la enfrentarían
con otros valores, sino que implicarían una confrontación entre categorías del
mismo rango. Fue lo que se suscitó cuando, en 1958, Isaiah Berlin escribió
acerca de dos libertades, negativa y positiva. En el primer caso, según él, nos
hallábamos ante una ausencia de coerciones o intromisiones a la existencia del
individuo. Se negaba, por tanto, que hubiera esa clase de interferencias, peor todavía
en campos tan delicados como los del pensamiento. Mas no era la única manera de
entender esa ilustre palabra; teníamos también una modalidad positiva. Conforme
a este enfoque, en síntesis, no se pretendía la simple ausencia de obstáculos,
sino que había un requerimiento mayor: ayudar a la realización de cada uno. En
este sentido, la condición de libre era posible sólo cuando se promovía una
vida digna. El problema es que, en distintas ocasiones, muchos regímenes
prometieron esa libertad de naturaleza positiva, pero, tras embaucar a la
ciudadanía, impulsaron su sometimiento.
Esa
división de Berlin no fue la única que se propuso. En el siglo XIX, partiendo
del concepto de libertad, Benjamin Constant hizo una notable diferencia entre
antiguos y modernos. El apunte resulta significativo cuando pensamos en la política.
Pasa que, en los primeros tiempos, había ciudadanos libres de participar, tomar
la palabra, incluso deliberar sobre problemas comunes. Era una bondad que se
relacionaba con la democracia directa. Empero, las decisiones que se adoptaban
no contaban con ninguna restricción, pudiendo afectar derechos e intereses de
quienes habían contribuido a esa discusión pública. Esta idea cambia con la
llegada del mundo moderno. Bajo el signo del individualismo, se reivindicará
entonces la existencia de límites que no pueden ser franqueados por nadie. El
patrocinio del ámbito privado de la vida será indispensable para entender esta
nueva consideración. La desventura es que esa modernización conceptual no fue
defendida por todos.
Del condicionamiento cultural al exceso
Se puede pensar
también en la geografía al reflexionar acerca de todas estas disputas. Pienso
en una palabra que ha sido consagrada en ciertos países, colocándose por encima
de la libertad, a saber: liberación. De acuerdo con sus teóricos, es lo que
cabe perseguir a quien es relegado por centros de poder o culturas dominantes.
Por esta razón, pedagogos como Paulo Freire, teólogos al estilo de Gustavo
Gutiérrez y, entre otros sujetos, filósofos que secundan a Leopoldo Zea prefieren
usar ese vocablo, resaltando una suerte de incompatibilidad cultural con el
otro término. Sería el único camino que tendrían quienes son oprimidos, marginados,
excluidos por un sistema determinado. La otra noción, libertad, sería
prácticamente una mentira que habría sido fabricada para sustentar el
predicamento de Occidente. De este modo, se añade una condicionante que no
tiene sentido. Porque, sea en Latinoamérica o la Europa del Renacimiento, una
persona con libertad tiene idéntica relevancia.
Por
último, se puede considerar uno de sus fascinadores excesos. Aludo a las
posturas de carácter anárquico. No discuto que denigrar al Estado, más aún
cuando los gobernantes sobresalen por la corrupción, pueda ser grato. Suponer
que podemos vivir sin contar con autoridades de ninguna índole se constituiría,
por ende, en una opción merecedora del afecto. No obstante, las imperfecciones
del hombre transforman este anhelo en una utopía. Podemos emocionarnos con
acuerdos fundamentales, exentos de coercibilidad, que sean llevados adelante
para regir nuestra convivencia. Mas, por diversas causas, puede irrumpir
alguien que no crea en esos pactos, sintiendo predilección por su voluntad
suprema. Lo peor es que podría obrar en nombre de la libertad. La desgracia es
que solamente él desearía tener esa cualidad: si nadie más es libre, el resto
sería esclavo. Así, un abanderado de tal idea se convierte en su verdugo.
Nota pictórica. Molino de viento junto al mar es una
obra que pertenece a Iván Aivazovsky (1817-1900).
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