En el caso de las lecturas, esa oposición
binaria se traduce siempre, por una parte, en un conjunto de enunciados
represivos y por otra en otro conjunto de enunciados de carácter creativo, a
veces educativo, de verdadero adoctrinamiento: prohibir lo nocivo y promover lo
útil.
Robert
Bonfil
Hay que temer al hombre de un solo libro. Tomás
de Aquino lo dijo hace mucho tiempo; por desventura, pese a su acierto, la idea
no ha sido considerada como correspondería. No me refiero a las personas que,
durante toda la vida, se dedican a escribir una sola obra, un volumen capaz de
reflejar sus más diversas ideas. En su caso, el lanzamiento de un texto, breve
o extenso, puede resultar suficiente. Porque no todos tienen el talento y la
disciplina requeridos para contribuir varias veces al enriquecimiento de las
letras. El problema no se presenta debido a esa limitada producción; los
inconvenientes surgen cuando alguien opta por alimentarse exclusivamente de sus
páginas. Así, en cualquier campo del conocimiento, un individuo puede suponer
que toda pregunta hallaría respuesta gracias a ese título. Por consiguiente,
abandona la condición de lector y se convierte en fanático.
No es difícil traer a la
memoria las innumerables barbaridades y retrocesos de los libros que han sido
presentados como divinos. No desconozco que, desde la Biblia hasta el Corán,
cuentan con enseñanzas favorables a nuestra convivencia. Solamente quien se
deja dominar por prejuicios radicales, impidiendo lecturas razonables, podría
negar la existencia de algunos postulados sensatos. Sin embargo, la historia
nos muestra que no han sido esas partes, signadas por una mayor prudencia, las predilectas
entre quienes encumbran tales escritos. Sea como fuere, la regla es que se
prefiera su exclusividad, menospreciando cualquier idea o cuestionamiento al
respecto. No es una exageración sostener que la tolerancia se instaura entre
los feligreses sólo cuando su religión pierde poder. Puede entonces consentirse
el examen de otras opciones, incluyendo aquéllas que se creían perjudiciales, demoniacas.
En la era de las religiones
políticas, no faltaron los libros que buscaban sustituir a la palabra divina. Según
el criterio del régimen vigente, era la única fuente de sabiduría, imprescindible
para justificar decisiones y pulverizar disidencias. La izquierda tiene
diferentes ejemplos que ilustran esta reflexión. En efecto, con Karl Marx y El capital, los partidarios del
igualitarismo ya no precisan a Dios ni tampoco, la Biblia. Esos tres tomos
contendrían todas las explicaciones que se necesitan para entender la marcha
del mundo. Es cierto que nos topamos con distintos intérpretes, algunos tan
extravagantes cuanto difícilmente leales a la obra original; empero, jamás
niegan su autoridad suprema. Cabe acotar que hubo quienes se animaron a ocupar
un sitial de honor, elevando su propia creación. Aludo al Libro rojo, de Mao, el Libro
verde, compuesto por ese tirano apellidado Gadafi, entre otras invenciones
disparatadas.
Existe otra divinización
que me resulta molesta. Sé que a los amantes del Derecho les puede causar
fastidio; no obstante, el encumbramiento de la Constitución me parece
criticable. Suponer que una ley servirá para cambiar nuestra vida, resolviendo
los problemas fundamentales de un país, evidencia únicamente ingenuidad. Aunque
haya gente que lo piense así, no es un instrumento mágico ni, menos todavía,
una obra incuestionable. Como todo lo realizado por los hombres, admite
mejoras, al igual que modificaciones profundas. No se concluya que soy una suerte
de militante del anarquismo, enemigo de las leyes y el poder público. Admito el
valor de tener una norma suprema para organizarnos con cierta cordura. Mi
oposición aparece cuando alguien cree que todo se reduce a su respeto.
Nota pictórica. El lector es una obra que pertenece a Ferdinand Hodler (1853-1918).
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