La causa es tan
evidente como triste: deficiencias de nuestro medio, que ustedes conocen de
sobra. ¡Todo falta aquí!
Carlos Vaz Ferreira
En un libro que tituló Temperamentos
filosóficos, específicamente cuando reflexiona sobre Platón, Peter
Sloterdijk escribe acerca de la educación antigua. Evocando esa época, marcada
por una fulgurante Atenas, dicho autor destaca que se perseguía entonces una
meta sobremanera relevante: instaurar una escuela de excelencia. Era un
objetivo que podía considerarse ambicioso, pues implicaba la realización del
individuo en distintos campos. Se creía en la posibilidad de preparar, con
solvencia y optimismo, a los hombres que progresarían conforme a criterios intelectuales,
pero también aportarían al adelanto social. Porque, desde la célebre Academia,
con Aristóteles, Polemón y otros discípulos, se tenía esa pretensión de darnos
a los mejores ciudadanos, quienes se convertirían asimismo en gobernantes. Es
indiscutible que no se aseguraba la obtención de tal propósito; sin embargo, la
fundamentación parecía merecedora del respaldo.
Aunque las circunstancias variaron, ya que el paso del
tiempo trajo consigo diversas transformaciones, ese mismo designio ha fundado
universidades. En efecto, continuadoras de la línea que se trazó hace milenios,
esas instituciones se decantaban por cumplir tareas relacionadas con la vida
pública y privada. Así como era importante la profesionalización, adquiriendo
saberes, perfeccionando destrezas, era igualmente valioso el ámbito de los
trabajos científicos. Eran las labores capitales, actividades que justificaban
su vigencia. Mas había otra función que le concernía. Aludo a lo que, en una
obra del año 1930, José Ortega y Gasset presentó como su misión. Para este
pensador, la universidad tenía que ocuparse de propiciar espacios en los cuales
se dialogue, razone, discuta sobre los problemas sociales. Teniendo a
entendidos en diferentes áreas del conocimiento, no se hallaba sensato que aquéllos
evitaran cualquier impulso al respecto.
Es cierto que, aun cuando sean verdaderas autoridades
en su terreno, los catedráticos e investigadores pueden equivocarse,
perjudicando la comprensión de temas sociales. En estos casos, el deseo de ser
iluminados gracias a sus reflexiones, claras o densas, podía originar efectos
peores al del desconocimiento. Con todo, el hecho de intentar sobreponerse a
las simples opiniones, esas apreciaciones tan superficiales cuanto deleznables,
ya se constituía en un avance. Por supuesto, presumo que los aportes
provenientes de sus carreras serán decentes o, al menos, mínimanente
inteligibles. Debe recalcarse que su función no es pontificar, lanzando
dictámenes petulantes y categóricos; se aguarda la contribución a un auténtico
debate. Sólo cuando se procede así, encontramos que la utilidad universitaria
resulta del todo acreditada. Es una carga que nunca se podría tildar de
abusiva.
No se trata de consagrar a los universitarios,
profesores o aun estudiantes, como los únicos que tuvieran esa obligación
reflexiva. La preocupación debe servir para caracterizar a todos quienes
quieren tener un mejor presente. Sin duda, es una institución útil, creada para
la consecución de los mencionados fines. Su naturaleza está, por ende, relacionada
con los roles que he comentado. No obstante, hay también vida intelectual lejos
del campus. Dar fe de la técnica que se tiene para terminar con un aprieto, por
ejemplo, no concede supremacía en estos quehaceres. Lo que necesitamos es de
interacciones provechosas, vínculos mediante los cuales nos aproximemos a la
verdad y, en consecuencia, favorezcamos nuestra convivencia.
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