Un solitario será austero, piadoso, será
penitente, en fin, se convertirá en santo; pero sólo será digno de llamarse
virtuoso cuando haya hecho algún acto de bien por el que se hayan visto
beneficiados los demás hombres.
Voltaire
Hay personas que
conciben la política como un medio para satisfacer necesidades, antojos y caprichos
del peor tipo. Son individuos que, desde los tiempos de Sócrates, han provocado
irritaciones entre quienes no se resignan a ser gobernados por malhechores o
patanes. Porque, aun cuando parezca increíble, contamos todavía con sujetos que
no consienten esas corrupciones, siendo impulsados por otra clase de intereses.
Me refiero a hombres que no ambicionan el ejercicio del poder público; al
contrario, juzgan necesaria su vigilancia, incluso imprescindible, mientras se
pretenda una vida exenta de dominaciones arbitrarias. Es más, son mortales que
no garantizan el cumplimiento de cualquier orden lanzada por las autoridades. Para
ellos, previamente, es forzoso que se demuestre su concordancia con la
libertad, pues, siguiendo a Hannah Arendt, las actividades políticas no tienen
otro sentido.
Históricamente,
por fortuna, no ha faltado gente que defienda un orden propicio para la
libertad. Existen ejemplos de diversa índole para demostrarlo, aunque, en
muchos casos, la impostura esté presente. Pasa que hallamos también a
embusteros en ese ámbito. Pienso en quien pronuncia o escribe profundos
discursos al respecto; no obstante, lo hace sólo con fines proselitistas. Puede
buscar asimismo la exhibición, el reconocimiento del prójimo, las adulaciones, pero
no así dejar constancia de su indignación. Una situación que, en resumen, es
contraria a la protagonizada por el filósofo y escritor Henry David Thoreau,
cuyo bicentenario natal será celebrado este 2017. Su vida, acabada el año 1862,
fue una prueba clara de que, en soledad, sin afanes egocéntricos, se puede
contribuir al adecentamiento del mundo.
Thoreau no
se limitó al campo de especulación y las teorías, dominios en los que muchos
intelectuales prefieren residir exclusivamente. Debido al incumplimiento de sus
obligaciones tributarias, estuvo en la cárcel. Es verdad que fue una sola noche
(un familiar pagó la deuda); no obstante, el hecho es aún hoy admirable. Sucede
que, como no aprobaba la esclavitud, legal entonces en Estados Unidos, ni la
guerra contra México, consideraba inaceptable cualquier aporte a esas causas.
Era un fundamento de carácter ético el que sustentaba su postura, siempre
coincidente con una gran máxima: “El mejor gobierno es el que no tiene que
gobernar en absoluto”. Desde luego, cuando son compatibles con nuestras
convicciones morales, las leyes merecen que optemos por su acatamiento; si
ocurre lo contrario, queda el recurso que nos enseñó e inspiró a Mahatma Gandhi,
Martin Luther King y otros activistas: la desobediencia civil.
El rechazo
a la autoridad hizo que, durante más de dos años, nuestro pensador viviera en
una cabaña, distanciado del orden social, ligado a la naturaleza. Es cierto que
una experiencia como ésta se recuerda, en varios círculos, para legitimar el
desprecio a lo urbano, exagerando las bondades del bosque. No se discute la
presencia de falencias; el punto es que las ciudades han favorecido igualmente
a nuestro bienestar. Me parece más relevante resaltar ese suceso para
evidenciar la importancia del individuo que obra de modo autónomo, evitando, en
lo posible, los ruegos o las invocaciones al Estado. Walden, nombre del lago
cerca de donde Henry David estuvo en aquella ocasión, no equivale a una metrópoli
del siglo XXI; sin embargo, está claro que nos podría ir mejor si nuestra
existencia no estuviera tan marcada por esas dependencias, públicas o privadas.
Nota pictórica. El
retrato de Henry David Thoreau es una obra que pertenece a Felix Vallotton (1865-1925).
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