El espíritu de rebeldía es lo contrario del dogma
de obediencia que induce a considerar recomendable la sujeción de una voluntad
humana a otras humanas voluntades. Respetar ese dogma significa renunciar a la
personalidad; la obediencia no es a un ser sobrenatural, sino a otro hombre, al
Superior.
José Ingenieros
Las ideas y creencias que marcan la vida de un
hombre, influyendo en sus diferentes actuaciones, pueden forjarse gracias al
esfuerzo propio. Ciertamente, una persona está en condiciones de valerse del
entendimiento que lo tiene como responsable, resistiéndose a cualquier
imitación o sometimiento. Sin embargo, esto no implica que desconozcamos la presencia
de factores externos. Sucede que, no habiéndose originado la especie con nosotros,
hay antecedentes, un pasado capaz de afectarnos. Así, en mayor o menor grado,
la cultura puede dejar su impronta en nuestra existencia, rigiéndonos incluso
cuando pensamos en el bien. Es más, tal como lo ha indicado Norbert Bilbeny, las
bases de la ética suelen relacionarse con aspectos que tienen una gestación
social. En cualquier caso, lo deseable pasa por no perder la capacidad de
someter a crítica todo fundamento, pues, siendo obra humana, puede contener
falencias.
La necesidad de sobrevivir,
tan básica cuanto ineludible, hace que debamos tomar decisiones en distintos campos.
Puede haber individuos que se entusiasmen con esa carga; empero, existen
igualmente sujetos a los cuales la tarea les parece poco grata. Peor aún, en varias
épocas, no sorprende que nos topemos con gente dispuesta a evitar pesares de
esa naturaleza. Por este motivo, prefieren seguir, a rajatabla, prácticas,
costumbres, tradiciones y todo aquello que una sociedad enseñe como válido.
Desde luego, un gregarismo como éste debe considerarse criticable, pues lo
pasado no sirve para legitimar nuestras determinaciones. Con todo, la sumisión
a una cultura específica, un orden social en particular, no es el único acontecimiento
que nos perjudicaría. Ocurre que podemos asimismo incurrir en un absurdo mayor:
el enaltecimiento de semejantes a quienes creemos indispensables para resolver
nuestros problemas y, en suma, garantizarnos la felicidad.
Desde la Edad Antigua, por
ejemplo, con Julio César, hasta los días del presente, donde hay varios de sus especímenes,
advertimos que la creencia en esos seres prodigiosos no acaba. Es verdad que se
han realizado notables esfuerzos, meritorias labores, a lo largo del tiempo,
para reconocer equivocaciones y subrayar nuestros límites. No seríamos, por ende,
dioses, aunque tampoco criaturas dignas de una condena eterna. Mas, por causas
de diversa clase, se alienta la convicción de que, cumpliendo sus dictados, lo
futuro no sería sino venturoso. Debe aclararse que, al abandonar la condición
autónoma, no se procura un objetivo perverso; al contrario, salvo casos
excepcionales, el fin es intercambiar la libertad por tranquilidad y bienestar.
Está la confianza en que el milagro se consumará sin sobresaltos.
A diferencia de lo que
pasaba con los dioses griegos, signados por virtudes y vicios, excesos debido a los
cuales podían formularse cuestionamientos, un salvador en política es
inmaculado. No interesa que, mientras disfruta del poder, sobresalga en la
perpetración de atrocidades. Para sus seguidores, debe ser colocado en un
estadio donde no caben juicios que se aplican al común de los mortales. Se
puede, por tanto, elaborar una lista interminable de ofensas, vejámenes y hasta
crímenes con su sello; no obstante, sus feligreses rechazarán esas
sindicaciones. Es el efecto de la ceguera sentimental, un fenómeno que vuelve
imposible el reconocimiento del retroceso. Es también más cómodo absolver de
culpa a quien resultó ser un ídolo con pies de barro que, no sin molestia,
reconocer cuán cretinos fuimos en creerle.
Nota pictórica. El último hombre es una obra que pertenece a John Martin (1789-1854).
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