El éxito de la democracia no consiste
únicamente en disponer de la más perfecta estructura institucional imaginable.
Depende ineludiblemente de nuestros patrones reales de conducta y del funcionamiento
de las interacciones políticas y sociales.
Amartya
Sen
No hay peor bajeza
que aquella en la cual nos colocamos de manera voluntaria. Ninguno está libre
de ser subyugado, reducido gracias a la violencia ejercida por quienes escogen
los medios bárbaros para conquistar y mantener el poder. Es indiscutible que,
por diversas causas, la servidumbre puede llegar a nuestra vida e impedir su
satisfactorio desenvolvimiento. Empero, existe igualmente la posibilidad de
que, sin coerciones, un individuo se decante por anular su propio valor, poniéndose en una situación
criticable. No es un disparate menor. Porque, en síntesis, al optar por esa
determinación, hablamos de renunciar a la libertad, es decir, según Bakunin, no
tener dignidad. Lo llamativo es que, lejos de sufrir por esta deshumanización, haya personas empecinadas
en lograrlo. Es más, su consagración pasaría por acceder a ese ominoso estadio.
Las prerrogativas que brinda el mando gubernamental son
irresistibles para numerosos sujetos. Olviden la búsqueda de fines que permitan
el desarrollo, sobreponerse a los problemas sociales; sus
motivaciones son distintas. Es una verdad que
nos acompaña desde tiempos antiguos, contando con representantes a granel,
aunque no siempre del mismo tipo. Sucede que, mientras algunos aspiran a tomar las cumbres de mayor altura,
otros se inclinan por la medianía. Anoto que esto último no les parece del todo despreciable. Para ellos, lo
fundamental es tener un espacio que, por su cercanía con quien toma las
decisiones finales, les ofrezca privilegios
como el de la impunidad. No interesa que, debido a la falta de castigo al que, por ejemplo, transgrede las
normas, los ciudadanos pierdan confianza en instituciones y autoridades. Su mayor
preocupación gira en torno a la conservación del lugar que se les asigna dentro del régimen. Nada se descarta para precautelar ese puesto del casillero administrativo.
Tras
observar sus actuaciones, sospecho que varios ministros de Estado no conocen
del honor ni, menos aún, la vergüenza. Es también posible que sepan todo lo
referente al respecto, mas prefieran vivir en el más radical cinismo. Sus intervenciones de
naturaleza pública no dejan que tengamos otras alternativas para formular la
conclusión del caso. En diferentes oportunidades, sin gran preparación de por medio, se han aventurado a propalar
fantasías que persiguen la exculpación del gobernante.
Con este fin, fabrican versiones del pasado, incluso presente, que, en lugar de
provocar un rechazo multitudinario, desencadenan su exaltación. Por
consiguiente, como Critón, el famoso discípulo de Sócrates que le propuso
fugarse, ellos están al servicio de quien irrespeta las leyes, planeando evasiones o elaborando informes
absolutorios.
Pero ni siquiera las defensas vehementes, así como
vergonzosas, garantizan la inamovilidad. Es que, aun cuando su vanidad alimente otras creencias,
jamás estarán en condiciones de ser considerados imprescindibles. Son apenas
medios que tiene un régimen o, peor todavía, el autócrata para justificar
abusos, eludiendo responsabilidades en torno a sus funciones. En cualquier
momento, hasta por caprichos de carácter infantil, la pérdida del cargo puede materializarse bruscamente. No habrá
entonces ninguna conferencia de prensa, discurso, libro, entre otras ocurrencias, que sirva para salvarlos del despeñadero. Quizá, cuando la sensatez se recupere, una circunstancia
como ésta les sea útil con el objeto de notar cuán insignificantes son en un orden que sólo
encuentra dignidad entre sus secuaces más abyectos.
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