Decimos que a las
personas razonables no las motiva el bien general como tal, sino el deseo mismo
de que hay un mundo social en que ellas, como ciudadanos libres e iguales,
puedan cooperar con los demás en términos que todos puedan aceptar. Insisten en
que la reciprocidad debe regir en ese mundo, de manera que todo el mundo se
beneficie.
John Rawls
Hay variantes del optimismo que son peligrosas. Suponer que, al final, una
situación adversa tendrá un desenlace plenamente satisfactorio puede conducir a
la inacción y vetarnos toda mejora. Debemos recordar que la esperanza en un
futuro menos arduo, desde el punto de vista individual o colectivo, no implica
nuestro abandono del esfuerzo. No se trata, pues, de relegar sueños ni
despreciar cualquier utopía; el punto es tener presente cuán necesarias
resultan las acciones llevadas a cabo con ese objetivo. Así, evitando las
exageraciones, Francis Hutcheson, filósofo del siglo XVIII, contribuye a
nuestro aliento cuando sostiene que los hombres son movidos por el sentido
moral hacia el bien. Con certeza, hallamos excepciones, hasta casos en que ni
siquiera se note una conciencia de carácter ético. No obstante, es un razonamiento
que permite entender varias épocas, diversas sociedades e invaluables personas.
Desde Platón hasta Höffe, los debates en el ámbito
político no pueden prescindir de la justicia. No me refiero al mundillo de
jueces, fiscales y demás criaturas que pelean en torno a leyes vigentes. En
esta ocasión, lo justo se relaciona con aquello que es éticamente aceptable, correcto,
válido. Porque, aunque la conducta de algunos contemporáneos, sean opositores u
oficialistas, demuestre lo contrario, se puede tener también ese propósito en
los asuntos ligados al poder. Es más, en el afán de terminar con las
injusticias, siempre ofensivas para quienes no han perdido el aprecio por la
dignidad, pueden aún correrse riesgos vitales. En efecto, sin poses ni anhelo de
figuración, tan comunes en nuestro tiempo, se asume una peligrosa busca de días
más gratos.
La vida de un hombre puede servir para evidenciar ese
compromiso ético y político por una realidad que no nos parezca indignante.
Ciertamente, cuando se toma conocimiento de lo que hizo Edmundo Salazar
Terceros, ninguna otra conclusión es dable. Su existencia estuvo signada por el
deseo de contribuir a que sus semejantes, familiares o desconocidos, no viviesen
bajo un orden injusto. No era una meta que procuraba lograr de modo aislado; como
él, varios individuos participaban en política sin las habituales ansias
lucrativas. Fue lo que sucedió con sus hermanos, quienes, desde la primera
juventud, no miraron con indiferencia las miserias, los abusos e infamias que
soportaban otros hombres. Es verdad que defendía el maoísmo, cuyo ideario
admite distintas críticas; sin embargo, lo ideológico no nublaba ni
subordinaba su finalidad moral.
En su condición de parlamentario, Edmundo Salazar afrontó
un desafío considerable: la investigación del caso Huanchaca. Habían matado a Noel
Kempff Mercado; las vilezas del narcotráfico acabaron con ésa y otras vidas.
Los sujetos involucrados en este crimen, así como el negocio que pretendía
ocultarse, pertenecían a elevados círculos de poder, tanto gubernamental como
económico. Presumiendo una corruptibilidad bastante corriente, intentaron
comprarlo, ofreciendo sumas que callarían hoy a muchos asambleístas. No lo
consiguieron; había en ese diputado algo que, por desgracia, constituye una
rareza: genuina e insobornable búsqueda de justicia. Sus convicciones
molestaron demasiado, incluso a quienes lo acompañaban en la izquierda. Pese a
ello, su compromiso terminó sólo cuando, mediante sicarios, la cobardía de sus
enemigos lo asesinó. Fue hace casi tres décadas, el 10 de noviembre de 1986. No
pasó los 34 años; empero, probó que no todo en política es aborrecible.
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