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Un régimen de inhumanidad




Los derechos humanos sólo alcanzan plena realidad jurídica cuando, aunque el Estado posea el monopolio del poder, ninguna persona, instancia u órgano estatal posee un poder ilimitado…
Otfried Höffe

A lo largo de la historia, encontramos ideas que, desde distintos enfoques, pretenden determinar si las acciones realizadas por quienes dirigen un Estado son beneficiosas o, al contrario, perjudiciales. En efecto, los criterios empleados para evaluar el desempeño de autoridades y regímenes son diversos, tornando complejo el consenso al respecto. Poco interesa que, basado en una ideología, alguien hubiese anunciado el fin del debate. Sucede que las virtudes identificadas por una doctrina política podrían ser también, para otras personas, evidencias claras de su brutalidad. Sin embargo, aunque se reconozcan numerosas opiniones en ese ámbito, podemos establecer una medida capaz de proporcionarnos lo que precisamos para llevar a cabo esa crítica del poder: los derechos humanos. Gran parte de la importante obra del filósofo Carlos Nino transita por este camino.
Los derechos humanos se constituyen en el mejor criterio que puede usarse para juzgar al Gobierno. Su relevancia se explica por el lazo indisociable que tiene con la dignidad, en donde hallamos su fundamento más firme. Si no se mantienen las formas que permiten la existencia de personas en condiciones dignas, dejándolas sin libertad, careciendo de la protección del Estado frente a los abusos, privadas de elegir a sus representantes en un ambiente plural, entre otras, es imposible concluir que nos encontremos ante una situación óptima. Por ello, si el progreso tuviese hoy un significado concreto en el terreno de la política, éste no podría ser otro que el respeto a esas facultades.
Con Derechos humanos y Proceso de Cambio, Luis Yañez Valdez, abogado y docente, nos entrega un libro que se enmarca en el contexto descrito arriba. Él analizó los primeros diez años del régimen que preside Juan Evo Morales Ayma desde un punto de vista que, con acierto, está exento de posturas ideológicas. Es innegable que, recurriendo a cualquier corriente de pensamiento político, un hombre podría manifestarse acerca de la década que ya lleva ese partido en el poder. Sería absurdo vetar esa posibilidad, cuya vigencia es viable gracias a la libertad de expresión. Con todo, ampararse en los derechos humanos implica asumir una postura que, salvo excepciones, la comunidad internacional cree justa. Por lo tanto, no es una labor de propaganda antigubernamental, sino un estudio que, aunque resulte incómodo para algunos círculos, procura ser objetivo, propio de alguien con apego a la verdad.
Cada uno de los casos estudiados por Luis no deja sitio para la confusión: el proceso de cambio dista mucho de tener una relación ejemplar con los derechos humanos. Es indistinto que sus máximas autoridades hayan proclamado en diferentes escenarios, tanto nacionales como extranjeros, su respeto por los derechos y garantías consagrados en pactos, convenios o la Constitución. Los hechos acaecidos durante todo este tiempo sirven para evidenciar lo contrario. Desde luego, no basta con denunciar que se han perpetrado esas violaciones ni, por otro lado, percatarse de aquello; es asimismo necesario que opere un cambio de carácter cultural. Nadie nos garantiza que allí donde se cometieron esa clase de abusos, pasado un tiempo, éstos vuelvan a producirse. Quienes pueden evitar esta terrible repetición son los ciudadanos, adoptando valores, principios e ideales que sean radicalmente incompatibles con proyectos políticos que tengan esos fines. En este sentido, una obra como la que comento se convierte en un instrumento de pedagogía ciudadana.

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