Bien sé que con
frecuencia me acontece tratar de cosas que están mejor dichas y con mayor
fundamento y verdad en los maestros que escribieron de los asuntos de que
hablo.
Michel de Montaigne
En uno de sus diálogos, Umberto Eco y Jean-Claude Carrière sentenciaron que
nadie acabaría con los libros. Es un producto
insuperable, una invención que, como la cuchara o el inodoro, no admite mejora.
Ha acompañado nuestro avance, potenciando una memoria que, sin ese auxilio,
habría sido liquidada en poco tiempo. No importa que, a voz en cuello, muchos
mercaderes ofrezcan aparatos destinados a difundir textos en formato digital,
anunciando el fin de aquel objeto visto, palpado, aun olfateado por incontables
sujetos. Reivindicarlo no es un acto de fingimiento intelectual. Lo que se ampara
es su valor para el individuo y, más aún, la sociedad. Nadie discute que una
convivencia civilizada, tan aceptable cuanto decente, se forja gracias a
diversos factores; no obstante, esas creaciones nos obsequiaron algo esencial.
En el nacimiento de Occidente, conforme a Dietrich Schwanitz,
encontramos libros. En ese pasado, nos topamos con la Biblia. Si analizamos lo
que ha ocurrido con nuestra ética, notaremos enseguida que, fundamentalmente, a
favor o en contra, hemos considerado esa obra. Tenemos también dos de las
mayores contribuciones del universo griego, la Ilíada y la Odisea. Gracias
a sus páginas, algunos conceptos de valía, como la gloria o el destino, han
dejado su impronta en nuestra concepción del mundo. Con todo, en la esencia del
proyecto de vida en común que nos distingue, el cual, desde Roma, se halla
abierto al mundo entero, no podríamos relegar las obras escritas por dos gigantes:
William Shakespeare y Miguel de Cervantes, cuyos fallecimientos se produjeron en
1616, hace ya 400 años, pero su olvido es imposible.
Con el autor de Hamlet,
quien no vio publicado ningún libro que llevara su firma, hemos sido impactados
por las miserias del ser humano, esas debilidades sin las cuales no podríamos
entendernos. Porque la traición, los celos, las incertidumbres, así como el
inescrupuloso deseo de poder, son parte de una realidad inescapable para
cualquier persona. Procreando agentes o víctimas, son fenómenos que no dejan de
irrumpir en las diferentes épocas. Si con Giovanni Pico della Mirandola se nos
colocaba en la cúspide, Shakespeare ha contribuido a que reconozcamos asimismo
nuestras bajezas. Ha hecho posible que tengamos una idea más descarnada de la
condición humana. Es cierto que no todas sus obras tienen un final desolador;
sin embargo, el contacto con esas catacumbas nos devuelve a la realidad. Basta conocer
de sus líneas para recuperar la consciencia del infranqueable límite con el que
debemos lidiar.
Cervantes fue soldado, esclavo, recaudador de impuestos y
presidiario: un sujeto al cual no le faltaron desventuras.
Mas esos infortunios le resultaron provechosos para crear un personaje tan
desgraciado como él, según Giovanni Papini. Porque no parece factible que otro
autor, alguien sin sus caídas ni frustraciones, hubiese podido inventarse a ese
genial desquiciado y, además, al famoso escudero. Su contribución a nuestro
entendimiento de lo humano es posible sólo merced al par que protagoniza esas
aventuras. Así, como consecuencia de sus lazos, hallaríamos igualmente
necesario al idealismo y el realismo, hermanados por la busca del orden correcto,
restableciéndose aquello que se cree bueno. Tanto utopistas como pragmáticos,
cuando no hay predominio de la infamia, persiguen lo mismo que don Quijote ha
pretendido: acabar con los entuertos, militando contra lo que nos indigne. Aquí
radica su aporte al siempre imprescindible inconformismo.
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