Ante esta generalizada
abdicación, tanto del pensamiento crítico como de la conciencia moral, todos
los ciudadanos harían bien en modernizar sus detectores de mentiras.
Mario Bunge
Ante discursos
pirotécnicos, verbalmente poderosos, que se cristalizaban en normas de diversa
índole, Juan Bautista Alberdi criticó las “revoluciones gramaticales”. Así, ese
pensador cuestionaba la creencia de que, gracias a dos o tres peroratas, con
sus respectivas consecuencias legales, se terminarían los males vigentes en una
sociedad. No bastaba, pues, el lanzamiento de frases que denoten un ánimo
revolucionario; cuando son auténticas, esas proezas implican otras acciones.
Limitarnos al campo retórico, aunque sus practicantes sean del todo seductores,
nos distancia de la realidad, dejando irresueltos problemas que son relevantes
para nuestra convivencia. Es cierto que, entre otras cosas, la palabra resulta
útil para iniciar una transformación de orden social; sin embargo, conviene tener
presente su insuficiencia.
Tanto
las leyes rimbombantes como los oradores de mítines populacheros, así como aquellas
instituciones que procrean, pueden engañarnos al evaluar sus regímenes. No es extraño
que, valiéndose de la propaganda, se procure lograr tal confusión, bastante
lucrativa en las épocas electorales. Lo más censurable es que, en lugar de
propiciar la revelación del artificio, varias personas, incluyendo
intelectuales, se sumen voluntariamente a esa causa. De esta manera, sin sentir
la menor vergüenza, se anuncia una nueva, luminosa e insuperable realidad. Todo
habría cambiado merced a las flamantes autoridades, quienes merecerían el
respaldo de los ciudadanos hasta cuando su organismo expire. No obstante, si
nos esforzarnos en ir más allá de las brumas, notaremos que la situación
permanece inalterable. En consecuencia, los males que nos mortifican son sólo
encubiertos por un manto revolucionario.
Acontece
que, por muy revolucionarios que sean los discursos de distintos regímenes en
Latinoamérica, éstos no propician cambios que resuelvan un problema capital: la
existencia de una cultura política que es favorable al autoritarismo. Desde
hace mucho tiempo, la norma es toparnos con una sociedad que siente
predilección mayoritaria por esas prácticas arbitrarias. Puede haber tiempos
excepcionales; empero, lo regular es encontrar una mentalidad colectiva que no
tenga bases genuinamente democráticas. Esa desventura continúa formando parte
de nuestra cotidianeidad. Es lo que, sin equívocos y con su siempre fascinador
estilo, plantea el Dr. H. C. F. Mansilla en su libro Las raíces conservadoras bajo las apariencias radicales en América
Latina. Es un volumen en el que su autor nos incita a mirar nuestro
presente sin considerar prejuicios, dogmas, lugares comunes ni, menos aún, comunicados
gubernamentales.
Mediante
reflexiones de innegable lucidez, Mansilla nos demuestra que los regímenes
populistas del nuevo siglo han sido incapaces de terminar con rutinas y
convenciones contrarias a la modernidad democrática. El anuncio de un futuro
sin injusticias, miserias ni ruindades habría sido una contundente patraña. Bajo
ese ropaje radical, se oculta algo menos complejo: la conquista del poder y el inescrupuloso
disfrute de sus privilegios. Sus invocaciones al igualitarismo se agotan en el
cambio de las élites, es decir, cuando ya les toca ejercer esas prerrogativas.
Pueden hablar mucho de la democracia, mas ésta interesa como herramienta para
la toma formal del gobierno. Una vez allí, en condiciones de regir el Estado, ayudan
a preservar los mismos vicios que, como el paternalismo o la repulsa del espíritu
crítico, nos acompañan sin grandes interrupciones.
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