Para luchar contra la
palabra falsa, no se dispone más que de la palabra, al menos si no queremos
caer en la violencia.
François Châtelet
En su
autobiografía, intitulada Búsqueda sin
término, Karl R. Popper criticó la importancia excesiva que muchos autores,
escuelas y corrientes concedían a las palabras, ocupándose de minucias que no
enriquecían al interesado en atenderlas ni, peor todavía, a la sociedad. Es
más, para dicho pensador, ese género de labores no conduciría sino a la
perdición intelectual, que es “el abandono de los problemas reales por mor de
los problemas verbales”. Según esta posición, había el peligro de limitarnos solamente
a disputas semánticas, esas cuestiones asociadas con significados, reformulaciones,
giros, silencios y exageraciones, relegando las circunstancias en que alguien
se sitúa. Así, nos complicaríamos de manera innecesaria, consumiendo tiempo que
puede tener mayor provecho. Empero, es la senda que recorrió un hombre como Ludwig
Wittgenstein, quien, cuando no se dedicó al profesorado rural o a diseñar
casas, realizó sus provocaciones en el plano filosófico.
Naturalmente, no se trata de negar todo valor a las palabras. Esta posición
es un exceso que puede rebatirse con facilidad, pues hasta los enemigos de
laberintos verbales la juzgarían insostenible. Su valía se deja notar en
distintos ámbitos. Pasa que no debemos pensar sólo en el campo de la ficción
literaria, donde, con cuentos o novelas, encontramos gran fruición; para las
reflexiones, es asimismo apreciable. En efecto, tal como el mismo Popper lo manifiesta,
los vocablos nos sirven como medios para conseguir tres fines: (1) formulación
de problemas, los cuales deben ser relevantes; (2) proposición de teorías que
procuren resolverlos; por último, (3) discusión crítica sobre las teorías en
competición. Por supuesto, en este caso, esos recursos son usados con el
objetivo de aproximarnos a la verdad, meta que jamás será inútil perseguir.
Está claro que se puede buscar lo contrario, intentando nuestro alejamiento de
lo real, amparando mitos, prejuicios y supersticiones. Recordemos que, sin términos,
la charlatanería sería imposible.
Es que las palabras no son siempre aprovechadas para facilitar la
identificación de lo falso. Puede también buscarse otro propósito, como el
engaño al prójimo, para satisfacer fines individuales o de cualquier índole. En
este sentido, corresponde propugnar una ética ligada al uso del lenguaje, lo
que tiene relación con la libertad. Somos libres de tomar la palabra, incluso buscar
cómo persuadir al prójimo; sin embargo, lo ideal es que el objeto que
persigamos no se halle deliberadamente reñido con la sinceridad o toda lógica.
Por cierto, una comunicación que no tenga esos límites, tanto morales como
racionales, debe ser calificada de insatisfactoria, aun perjudicial.
Conviene acentuar que, sin palabras, no tendríamos algo que Bernard-Henri
Lévy, Deleuze y Guattari, entre otros meditadores, creen determinante para que
haya filosofía, indispensable mientras no aspiremos a vivir como descerebrados:
formar, inventar, fabricar conceptos. Gracias a éstos, podemos entender mejor
lo que nos rodea, pero igualmente tomar decisiones, favoreciendo nuestro
avance, aunque nunca estemos libres de caer en algún retroceso. Desde luego, el
solo hecho de gestar esas nociones no garantiza que la claridad invada nuestra
vida. Con su empleo, podemos también confundirnos, más aún cuando, mediante
manipulaciones y otros actos análogos, quienes ejercen el poder lo propician.
Por fortuna, merced al esfuerzo personal, así como a las discusiones con el semejante,
es posible salir del jaleo.
Nota pictórica. Las costureras en el taller es una obra
que pertenece a Paul Ackerman (1908-1981).
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