Felizmente, la historia
no es algo fatídico, sino una página en blanco en la que con nuestra propia
pluma –nuestras decisiones y omisiones– escribiremos el futuro. Eso es bueno
pues significa que siempre estamos a tiempo de rectificar.
Mario Vargas Llosa
En uno de sus
ensayos, Bertrand Russell opta por criticar a quienes, como Byron, pretenden ser los más infelices del planeta. Según esa singular
aspiración, el mérito radica en tolerar indecibles calamidades, infortunios del
peor tipo, tener años profundamente regidos por el
destino menos misericordioso. Resulta evidente que dicha
posición es tan falsa cuanto ridícula. No se concibe una existencia que sea
siempre custodiada por la desventura. Es cierto que, frente a una serie de
reveses, el hombre puede sentirse amargado, incluso subyugado por un radical
pesimismo. No obstante, hay la posibilidad de resistirse a ese desencanto. Se recomienda
evitar las exageraciones, tanto individuales como colectivas, puesto que esa
clase de pesar puede caracterizar a numerosos individuos.
Si bien
alguien yerra cuando se considera un invariable desgraciado, no pasa lo mismo
con los tiempos que nos toca enfrentar. Es verdad que, por distintas causas,
las personas magnifican o menosprecian aquella época en la cual viven. A muchos
les falta mesura para evaluar su era. Sin embargo, la historia nos muestra periodos
más prósperos que otros, lo cual puede marcar a varios sujetos. Pensemos en
Hobbes y cómo le afectó vivir entre manifestaciones de violencia, tanto que
propugnó un régimen autoritario.
Recuerdo igualmente a las víctimas del holocausto nazi, gente que, como Viktor
Frankl o Imre Kertész, tuvo en esos años del oprobio un escolta incesante de su
presente. Queda claro que puede haber temporadas en las cuales uno viva con mayor
sosiego. Huelga decir que ninguna idealización se justifica; las distorsiones
del utopista no terminan bien.
El
nuestro es, especialmente desde hace algunos años, un tiempo en que triunfan
las facilidades de acceso a la información. Gracias a Internet, nunca fue tan sencillo
tomar conocimiento de diferentes materias, así sea por pasatiempo. Carlyle se
maravilló en el siglo XIX por las bondades de la imprenta. Tenía la certeza de
que, merced a los libros, desaparecerían las universidades. Ya no sería
necesario ir al campus, soportar un mal docente, rendir pruebas que acostumbran
ser intelectualmente improductivas. Todo ello sería relegado con la voluntad y
el entusiasmo que distinguen al lector de raza. Ahora bien, si ese historiador
conviviera con nosotros, quedaría fascinado por los beneficios del mundo
contemporáneo. Más que estar de fiesta, su autodidactismo se declararía en
perpetua orgía. Con todo, estimo que su espíritu abrigaría también la decepción,
aun el dolor.
Tal como
lo expuso Jean-François Revel en 1988, las incomparables ventajas que ofrece la
sociedad occidental respecto al acceso a datos y conocimientos, sin duda, no
aseguran buenas decisiones. Atravesamos una
época en que, con frecuencia, se prefieren las
frivolidades, la ociosidad más embrutecedora, los absurdos.
Como es sabido, despunta el problema de la banalidad, ese aprecio por las
tonterías que se refleja en navegaciones intelectualmente misérrimas. Aclaro
que no demando la multiplicación de grandes eruditos; me fastidia el desdén por
la cultura, siquiera exigua. Mas tenemos algo
peor, pues, aun cuando, debido a diversas fuentes, desde diarios en línea hasta
redes sociales, las mentiras políticas pueden hoy ser demolidas, éstas siguen
teniendo vigencia. Basta con señalar que, pese al océano de investigaciones en
torno a ello, hay mentecatos portando esvásticas, mostrando un tatuaje del Che
Guevara o adorando a Lenin. El desperdicio es notorio e indignante.
Nota pictórica. Picnic es una obra que pertenece a Pál Szinyei Merse (1845-1920).
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