Es propio de los asuntos
humanos que los cambios mayores ocurran repentinamente, como por accidente. Dar
forma a una mente joven, tratar de introducir ideas nuevas en personas maduras parece
algo sin trascendencia, pero será sorprendente ver cómo fructifica. El reino de
la verdad llega sin alardes ni ostentación.
William Godwin
Pensadores como
Pitágoras contribuyeron a que la vida contemplativa fuera considerada superior.
A él no le bastó con fundar una secta y alimentar esa censurable tradición de
ocultar conocimientos al prójimo, salvo si éste es un iniciado; quiso dejar
otro legado, uno menos criticable que su esoterismo. Según dicho filósofo,
quien fue capaz de amargar en matemáticas a muchos escolares, nada podría
superar las bondades que traen consigo los razonamientos, las teorizaciones que
no desencadenan ningún cambio en el mundo exterior. Se situaban, pues, por
encima de las acciones; no importaba que fuesen comerciales o deportivas,
incluso guerreras: el verbo hacer era un demérito. Está claro que, por
ejemplo, al mirar una obra de arte, esa reflexión parece válida. Lo mismo
podrían decir los sujetos que gustan del amanecer, la mirada de una enamorada,
el firmamento estrellado. Sin embargo, hay hombres que piensan de modo
radicalmente distinto.
En
un ensayo de 1965, Hobsbawm escribió sobre los guerrilleros. Planteó allí una
serie de ideas que permitían entender mejor a esas criaturas subversivas. No
sólo hizo esto. Sucede que, siendo más generoso, en términos intelectuales,
acometió una explicación acerca de la génesis del revolucionario. Le intrigaba
saber desde cuándo un individuo adquiría esa condición, aquel estadio que, para
Guevara y demás románticos de la política, colocaba en una cumbre a sus
conquistadores. Así, el mencionado historiador sostuvo que la conversión se
producía cuando algunas condiciones eran cumplidas. Lo primero era concebir una
sociedad perfecta. Después, imaginada
esa excelencia, debía comparársela con la que tenemos actualmente. Notaríamos,
desde luego, imperfecciones, falencias, injusticias. Por último, gracias a
ideologías determinadas, nos creeríamos capaces de acabar con esas anomalías,
descartando cualquier otra opción. Concluida esta secuencia, estaríamos listos
para transformar la realidad.
La
sobrevaloración de los hechos, en desmedro del pensamiento, hace que un
revolucionario juzgue realizable todo anhelo, antojo, disparate o delirio. Si
no se producen las modificaciones que ansía, esto podría resolverse con mayor
ahínco, hasta ejerciendo el recurso de la violencia. Porque, continuando con su
lógica, es inadmisible que sea usada solamente la persuasión para incrementar
los partidarios del cambio radical. Está presente la convicción de que, como
manifestaba Rousseau en el siglo XVIII, puede obligarse a los otros a ser libres.
Es tiempo de levantar un orden que sea justo. Pese a ello, las decepciones
insistirán en obstaculizar esa gesta.
Una
revolución puede comenzar con aspirantes a santos; empero, aun así, por norma
general, finaliza en medio de hipócritas, cínicos y gente indiferente a toda
incomodidad. Llega el momento en que las imperfecciones ya no afectan. Pudieran
tener la vigencia de antaño; no obstante, debido a una nueva situación
personal, lograda por los impulsos del pasado, resultarían imperceptibles. Es también
posible que sus semejantes lo hubiesen conducido al más severo de los
pesimismos. Por lo tanto, no tendría sentido ninguna lucha porque los hombres
gustan de sus miserias. Existe igualmente la posibilidad de que esa
indignación, el fervor mostrado en un primer instante, al iniciarse su
conversión, haya sido una confusión circunstancial. En cualquiera de estos
casos, puede volverse a la contemplación, quizá observando cómo nuevos mortales
anuncian el fin del sistema. Es su hora de ingenuidad.
Nota pictórica. El clown es una obra que pertenece a Edward Middleton Manigault (1887-1922).
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