Quien filosofa da un paso más allá
del mundo de trabajo de día ordinario.
del mundo de trabajo de día ordinario.
Josef
Pieper
Cuando el rendimiento
se juzga virtuoso, los partidarios del ocio son calificados de indeseables. Es
probable que sea el caso de nuestra época, un lapso mezquino para la reivindicación
del placer. Ocurre que el mérito se reconocería sólo en quienes, desde las
primeras luces del día hasta cuando cae la noche, no dejan de laborar. Han
consumado el curioso prodigio de gozar del trabajo, poniendo a esta clase de menesteres
en su altar personal. Naturalmente, desde la cumbre donde, según ellos, los
coloca su aplicación, censuran las debilidades y los vicios del prójimo. Es
indistinto que, desde Aristóteles hasta Onfray, haya una larga tradición de
pensadores reacios a la veneración del esfuerzo profesional, sin importar su laya;
para ellos, seres industriosos, las reflexiones son contraproducentes, por tanto,
detestables. Una postura tan clara cuanto rebatible.
El
rechazo a ese imprescindible y preciado estado se origina en una confusión
sobre su significado. Sin el ánimo de provocar disputas semánticas, me limito a
concebir al ocio como el tiempo libre de ocupaciones impuestas por la
subsistencia. Así, cuando éste se presenta, no cabe contar con esas labores que
son ordenadas por la satisfacción de necesidades, preponderantemente
materiales, del hombre y, además, su entorno. No se niega que resulte forzoso
efectuar esos quehaceres; empero, las otras acciones tendrían también relevancia.
Porque no se trata de acostarse durante todo el día, evitando aun leves
movimientos del meñique. Nos hallamos aquí ante un asunto diferente, una
deplorable condición que se denomina pereza. Debe criticarse la flojera, pues nos
conduce a una censurable inactividad, engendrando hasta nuestro aburrimiento.
No sorprende que Russell la hubiese atacado por volver infelices a sus
semejantes.
Es
preciso razonar sobre los motivos que sustentarían el veto a la pereza y el
ocio. Uno de los conceptos susceptibles de ser empleados con ese fin es la
productividad. Efectivamente, conforme a normas de muchas sociedades
contemporáneas, es imperativo que los hombres sean productivos. En esta lógica,
su contribución al crecimiento de la economía sería indispensable si se pretendiese
una reputación óptima. Por supuesto, si, en lugar de ser fructífero, se
aprovecharan las horas para contemplar una obra artística o disfrutar de quehaceres
que no conciernen al otro campo, ya explicado, habría un descrédito inmediato.
El ocioso sería, por consiguiente, un agente perjudicial, incapaz de causar
provecho. Lo mismo acontecería cuando el uso del tiempo es regulado por
dictados ideológicos, políticos o religiosos, surgiendo críticas acerca del uso
discrecional que se hace de aquél.
Por
último, el problema del ocio merece asimismo una consideración que atienda la
idea de autorrealización. Esta noción ha sido valorada en diferentes eras,
ganando el aprecio de varios meditadores. Píndaro, por ejemplo, sabio del mundo
antiguo, dijo al respecto: “Llega a ser el que eres”. Sería, por ende, un
absurdo que no aspirásemos a ello. Nada tan razonable como explotar con dicho
propósito los días que tenemos. Yo lo subrayo porque, si, teniendo tiempo
libre, lo usamos para ejecutar actividades que no cuenten con esa finalidad
–como, verbigracia, cualquiera de las frivolidades que nos acosan–, actuaríamos
en contra de nosotros mismos, dañándonos, impidiendo nuestra propia felicidad.
Es de buenos ociosos gastar cada segundo en algo edificante, agotar los
momentos para favorecer el proyecto que nos incumbe.
Nota pictórica. Té en la terraza es una obra que
pertenece a Kiriak Konstantinov (1852-1921).
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