...efectivamente parece tener importancia decisiva para la existencia
estable de una sociedad libre el que sus miembros practiquen, en cierta medida,
un comportamiento desinteresado y moral.
Michael Baurmann
En Fundamentos
de filosofía, una obra sin desperdicio, Bertrand Russell reflexiona sobre
un asunto básico para la ética. Con su habitual amenidad, destina una parte del
libro al examen de la virtud, un concepto que, aun cuando haya sido bastante
apreciado en el pasado, no parece ocasionar hoy debates, polémicas. Pese a que
ninguno de los grandes pensadores, desde Sócrates hasta Séneca, entre otros
mortales, evitó pronunciarse al respecto, su tratamiento se juzga casi arcaico,
un tema que no merecería mayores tratamientos. Con todo, nuestro autor lo
analiza y formula preguntas que dejan notar su actualidad. No cabe otra
conclusión al revisar su observación de que ese vocablo ha sido entendido como
una “obediencia a la autoridad, ya sea a los dioses, a la del Gobierno o a la
de la costumbre”. Frente a ese juicio, el silencio se vuelve imposible.
Sin duda, la controversia
irrumpe al relacionar una vida virtuosa con lo externo. Pasa que, por diversas
razones, ese marco que nos rige podría variar; empero, si la virtud contribuye
a nuestra perfección, como lo sostuvieron los griegos en su momento, ésta
debería prescindir del orden foráneo, siendo siempre única. Por lo tanto, sin
importar las prescripciones divinas, gubernamentales o sociales, es posible
hallar el camino hacia ese noble propósito. En resumen, se plantea que, si
llegamos a tener tal condición, la de hombres virtuosos, seremos personas de
bien, por lo cual conviene procurarla. Disfrutaremos así de las cosas buenas,
útiles y placenteras, sin incurrir en un mal que se aconseja cuestionar: el
vicio. El motivo de esto último sería la degeneración que produce ese hábito en
nuestra humanidad. No se impone, pues, la censura por el daño colectivo, sino
debido a una suerte de degeneración individual.
La virtud sirve aún para
formular críticas de orden social. Sucede que, si, conforme a una explicación
aristotélica, la presentamos como el justo medio, ese punto entre dos extremos,
nos percatamos de una subversión contemporánea. Es que, actualmente, por regla
general, en lugar de valorar aquel término equidistante, se privilegia a uno de
los vicios, sea el exceso o la falta. En el placer, por dar un ejemplo, pocos
prefieren la moderación; hay una inclinación mayoritaria a favor del
desenfreno, incluso la insensibilidad. Lo mismo puede ser observado en el tema
del honor. Respecto a este valor, podemos optar por la magnanimidad; sin embargo,
existe un aprecio proclive a la vanidad, practicando también varias personas la
pusilanimidad. En definitiva, sin caer en el conservadurismo, se debe lamentar
un predomino de la moral del extremo.
Pero la posibilidad de
cambiar esa viciosa realidad es todavía válida. Lógicamente, no pretendo que se
incrementen los fingimientos, las poses de quienes anhelan mostrarse como
ejemplares. Con acierto, se ha dicho que un hombre no es justo por sus actos,
sino gracias a que posee esa cualidad. No basta, en consecuencia, que yo me
muestre caritativo, prudente, valiente, mediante obras de toda índole; mientras
no se produzca un cambio interno, ello resultará insatisfactorio. Se trata,
insisto una vez más, de buscar un perfeccionamiento individual. Dejemos las
imposturas para los sujetos que persiguen la victoria por medios tan
demagógicos cuanto repudiables. El reto es vivir acorde con esa convicción, ese
conjunto de creencias que contribuyen al mejoramiento del presente. Poco interesa
que sea una cuestión despreciada por numerosos intelectuales de talante
posmoderno.
Nota pictórica. Retrato
de Christian Krohg es una obra que pertenece a Oda Krohg (1860-1935).
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