Ninguna
irrupción del instinto puede ya sorprender al hombre moderno, que ha analizado
su propia alma en todas sus profundidades y que comprende lo que hay de
inevitable en la condición humana.
Guillermo Francovich
Salvo casos excepcionales, las religiones nos han colocado en la cumbre,
poniéndonos por encima de otras criaturas que no cuentan con nuestras dichas o
desgracias. Es verdad que avanzamos, bajando del árbol, cocinando gracias al
fuego, incluso eligiendo democráticamente a los gobernantes; sin embargo, hicimos
también innegables abominaciones. No desconozco que, desde la irrupción del
hombre, son muchas las atrocidades atribuibles a esta especie. Más allá del asunto
ecológico, en donde abundan los discursos de corte apocalíptico, hemos cometido
hechos que no deberían considerarse meritorios. Está claro que no somos
perfectos ni, para fastidio de los partidarios del especismo, tampoco una plaga
en la Tierra y cualquier lugar donde hallemos cobijo. Cuando hay autocrítica,
revisar lo que ha ocurrido en este planeta puede fundar orgullos, pero asimismo
una pesada carga de vergüenza.
Al margen de los sucesos, tanto envanecedores como
infames, que llevan la marca humana, no es inútil reflexionar sobre nuestra
esencia. El conocimiento de uno mismo, principalmente sus límites, trae consigo
un provecho indiscutible. No puede sino haber progreso cuando se toma consciencia
de las falencias y talentos que nos distinguen. Por esta razón, no es casual
que, desde la aparición del razonamiento filosófico, esa labor haya tratado de
ser efectuada en diversas circunstancias. Así, algunos han resaltado lo
racional; otros, en cambio, como Unamuno, acentúan la dimensión sentimental. Hay
hasta una singular visión de Octavio Paz, para quien lo excepcional radica en
la sonrisa, un gesto exclusivo del hombre. Yo destaco un par de criterios que
juzgo del todo válidos para debatir sobre tal cuestión.
Para Mario Bunge, genial titán del pensamiento,
cada uno de nosotros es un “ser problematizador”. No encontraríamos en el reino
animal a otros seres que se compliquen así la vida. Desde luego, hallamos
distintas especies que pueden percibir dificultades, en el medio natural o
social, y aun darle alguna solución; no obstante, solamente los hombres
experimentarían la necesidad, el gusto, las ansias de inventar nuevos
problemas. Éste sería un común denominador que no es despreciable. Esta
particularidad ha permitido que entendamos mejor la naturaleza, el mundo,
además del cerebro y su dinámica. Es obvio que nos falta todavía mucho en esa
pugna contra la ignorancia; empero, al tener aquella condición, el afán de
buscar desafíos intelectuales, los avances parecen posibles. En este marco,
nada tan razonable como alentar cualquier quebradero de cabeza, que, pese a
todo, es una virtud.
Las deliberaciones acerca del bien y el mal, núcleo
básico de la ética, conforman igualmente nuestro patrimonio. Con certeza,
cuando se las pone en práctica, justifican que asome la palabra superioridad en
estas comparaciones zoológicas. Pasa que la consciencia moral es una noción aplicable
sólo entre las personas. Es cierto que lo instintivo, presente en las otras
entidades orgánicas, puede tener valor al momento de construir máximas éticas,
las cuales nos guían para tomar la mejor decisión. La misma situación se
presenta con los deseos, capaces de conducirnos por el camino que estimamos correcto.
Con todo, para llevar adelante acciones que se reputen como buenas, las
vísceras son insuficientes. Por tanto, al distanciarnos de las reacciones
irreflexivas, desencadenadas por impulsos fisiológicos, y evaluar nuestro
comportamiento, es posible notar esa diferencia, fundamental para la grandeza
humana.
Nota pictórica. La diosa Calipso rescata a Ulises
es una obra que pertenece a Cornelis
van Poelenburgh (1594/95–1667).
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