La ley puede, desde luego, estabilizar y legalizar el
cambio, una vez que se haya producido, pero el cambio es siempre el resultado
de una acción extralegal.
Hannah
Arendt
Una defensa irrebatible del anarquismo es
ilusoria. El respeto a las normas generales que, bajo amenaza de sanción, rigen
nuestras relaciones más importantes es un hecho positivo. No sólo esto, ya que,
conforme a lo aseverado por el audaz y políticamente incorrecto historiador
Niall Ferguson, cuyos libros sirven para lidiar con mitos cretinos, ello explicaría
la grandeza de Occidente. Acontece que, sin la sujeción a las leyes, por parte
de gobernantes y administrados, no habría sido posible la propiedad privada, un
concepto primordial para nuestro avance. Tampoco sería viable el amparo de
otros derechos fundamentales, perjudicando la convivencia entre seres humanos. Resumiéndolo,
en principio, no se puede sino reconocer la sensatez de contar con un orden que
nos libre de abusos varios.
Ese apego a la
legalidad hizo que, en el siglo XVII, John Locke concibiera una tiranía como el
distanciamiento del orden jurídico. Esto quería decir que, cuando se obraba
contra el Derecho, el ejercicio del poder ya era tiránico, afectando nuestros
vínculos sociales, al margen de agraviar directamente facultades individuales.
Desde luego, en este caso, uno entendía que las leyes habían sido establecidas
para proteger o promover los derechos básicos –en especial, vida, libertad y
propiedad–. No se consentía, como es razonable suponer, que una disposición de
tal índole pudiera ser contraria a esos postulados. Por consiguiente, un
autócrata estaba condenado a toparse con códigos, reglas, mandatos e incluso
prohibiciones que desacreditaran sus actuaciones. No tenía otra opción que reivindicar
su vulneración.
Ahora bien, el
problema se presenta cuando, amparado en el principio de legalidad, convencido
de que todos debemos cumplir esas normas, pues sería lo mejor para la sociedad,
un gobernante exige que se acaten leyes que, aunque sean perfectamente válidas,
resulten favorables a un ejercicio autoritario del poder. Porque no es
imprescindible que un régimen antidemocrático actúe de modo arbitrario,
violando convenciones, incurriendo en groseras vulneraciones del ordenamiento
jurídico. Puede alentar la creación de preceptos que, una vez puestos en
vigencia, le permitan reclamar un sometimiento formal a sus dictados. Es
asimismo posible que penalice conductas para poner en cautiverio a sus detractores.
La persecución de disidentes, opositores y demás críticos del régimen es un
ejemplo al respecto. De esta manera, la ley se convierte en una herramienta del
poder opresor.
Una de las
críticas capitales a ese fenómeno, tratado por Jürgen Habermas como legalismo autoritario, tiene que ver con
eliminar las objeciones basadas en la moral, los derechos naturales o hasta la
razón que se hacen a lo jurídico, en relación con el ejercicio del poder. No
basta, como lo hacen positivistas, manifestar que la norma es válida; debe
haber la posibilidad de que, en procura de perseguir un orden político ideal, sea
factible su crítica. Resalto que, según Leo Strauss, ésta es una de las tareas
que se llevan a cabo gracias a la filosofía política. Este campo del
pensamiento nos permite que notemos cuándo cabe cumplir un deber, pero también
bajo cuáles circunstancias, locales o nacionales, defender el desacato. Porque
la lucha en favor de una coexistencia pacífica puede incluir el rechazo a reglas
consagradas por los gobernantes. Nunca olvidemos que, cuando autoridades alegan
solamente el respeto a las leyes para exigir su obediencia, evidencian la
intención de someternos a un sistema vil.
Nota pictórica. La muerte de Arquímedes es una obra que pertenece a Thomas Degeorge
(1786-1854).
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