Se trata de
deconstruir las fuerzas, de descomponerlas, para aniquilar toda veleidad de
rebelión.
Michel Onfray
Si
bien Karl Marx es conocido por diversas afirmaciones, existe una que causa un
impacto mayor. Me refiero a su planteo de que la religión “es el opio del
pueblo”. Lo escribió en 1844; pretendía entonces criticar el trabajo sobre filosofía
del Derecho que preparó Hegel, un hombre de prosa censurablemente oscura e
ingenio superior. Es verdad que, antes del pensador socialista, otros autores,
como Heinrich Heine, habían asociado la religión con el opio, permitiendo su
cuestionamiento; sin embargo, a partir del protegido de Friedrich Engels, se
hizo posible presentarla como una especie de droga que nos adormece y, además,
facilita la conservación de un orden injusto. En lugar de promover actitudes
que sirvieran para identificar anomalías e intentar su enmienda, esa creencia
institucionalizada contribuiría a consagrar la conformidad.
En 1955, Raymond Aron publicó El opio de los intelectuales, una obra que hace recordar la
mencionada frase de Marx. Desde su aparición, el volumen hizo que quien lo compuso
fuese vapuleado por los adoradores del colectivismo. Su autor sostuvo que el
ataque a la religión por favorecer un sistema ilegítimo, pues, en lugar de corregir
los males sociales, ayudaría a soportarlos y olvidarlos, pensando en la otra
vida, podía ser empleado contra el marxismo. Porque esta ideología había caído
en el mismo despropósito: enseñaba a sus fieles la obediencia, evitando
cualquier discusión con las autoridades, quienes no tenían inconveniente en instaurar
dictaduras. Por ese lado, era ilusoria la emancipación del individuo. Acentúo
que, conforme a dicho filósofo liberal, los mitos políticos, la veneración de
la historia y los intelectuales alienados suscitaban experiencias totalitarias.
Tomando en cuenta lo anterior, se podría concebir el
opio de carácter político como aquella idea, creencia, teoría o doctrina que
nos explica dogmáticamente una realidad en la cual estamos llamados a obedecer
y, ante cuyos males, no queda sino la resignación. Así, el ciudadano pierde su
condición crítica, dedicándose a pensar en las utopías, terrenales o
celestiales, que le ofrecen una felicidad en el futuro. Esto se aplicaría en el
caso del fundamentalismo religioso, pero también cabe su consideración cuando
hablamos de ideologías laicas. En todas estas situaciones, los ciudadanos son
reducidos a entes sin juicio propio, instruidos en el silencio, dignos sólo de
mandatos. Sus deliberaciones no tendrían sentido, ya que las vacilaciones e
interrogantes son absueltos merced a los dictados oficiales. Esas prescripciones
serían las que los libran de la molestia del pensamiento reflexivo.
Al renunciar a la crítica del sistema vigente,
abandonamos el anhelo de vivir en una mejor sociedad. Permanecer dormidos, suponiendo
que los problemas serán resueltos por otras personas, quienes no dudan en
cometer excesos, es un absurdo supremo. Lo peor es que muchas personas se
vuelven adictas a ese estado, porque hallan grato vivir sin la carga de ser
ciudadanos comprometidos, dispuestos a buscar autónomamente respuestas. Para
ellos, no corresponde que nos afanemos en alentar al prójimo, despabilarlo,
librarlo de sus dogmas y prejuicios. Frente a este desatino, hay que optar por
la desintoxicación. En este sentido, no tenemos que cansarnos de señalar aquellas
monstruosidades cometidas cuando las personas decidieron justificar su
pasividad con algún catecismo, incluyendo los profanos. Es la terapéutica que
puede salvar a varios hombres de las opresiones políticas.
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