Nosotros no queremos amabilidad,
nosotros queremos la guerra.
Mao Zedong
Los enemigos del liberalismo, al que acusan de
ser inhumano, entre otras cosas fantásticas, no tienen un pasado perfecto. Es
verdad que sus discursos están recargados de altruismo, aparentando un
insuperable amor por todos los hombres. Si uno se atuviese a las intervenciones
públicas de sus adeptos, los criterios al respecto serían sólo positivos. Aun
las miserias ocasionadas por sus ideas en el campo económico podrían observarse
sin tanto rigor, pues, en resumen, el bienestar del semejante les habría
causado auténticas preocupaciones. Sin embargo, cualquiera de las peroratas que
pronuncian sus representantes encuentra objeciones contundentes para ser creída.
Gracias a la realidad, cuya frialdad no es perturbada por sus patrañas,
conocemos que los ensueños del colectivismo se convirtieron en brutalidades. Es
irrelevante que, para evitar la revelación de sus deméritos, se opte por desconocer
toda filiación con esos regímenes, denunciando traiciones al catecismo político.
Lo cierto es que, sin excepción, cuando se levanta el estandarte del marxismo,
las personas son agredidas por los gobernantes. Los cánticos del igualitarismo se
cambian por ataques que intentan el exterminio de la libertad. Es la
síntesis de procesos que, pese a su manifiesta perversidad, no han sido útiles para
desacreditar definitivamente esa ideología. Está claro que los individuos
pueden repetir errores hasta provocar su propio deceso.
Un buen ejemplo de cuán maligno puede resultar el socialismo es Iósif Stalin, a quien no bastará
la eternidad para fatigar nuestros insultos. Durante las décadas que dirigió los
destinos de la Unión Soviética, sus vejaciones y crímenes fueron numerosos.
Son millones los individuos que, debido a sus críticas, se vieron privados de
libertad, así como ultrajados hasta la muerte. Con abundantes recursos a su
disposición, ese sujeto demostró que, para construir el comunismo, respetar la
dignidad humana era completamente prescindible. Durante su reinado, el control
de la vida creció, volviéndose intolerable, ya que los ciudadanos estaban
conminados a pensar del mismo modo. Por mínimas que fueran, las disidencias
recibían la sanción como respuesta. Los campos de concentración que, con diligencia,
llenó en su época prueban esa ruindad. Cabe anotar que no hubo una desviación
de la doctrina, esa tontería mayúscula del siglo XIX; los abusos obedecen a su
implantación, son consecuencias producidas cuando se busca un orden sin gente
autónoma. El enemigo de Trotski fue, por tanto, una legítima criatura del
izquierdismo. Con todo, ese autócrata no es el único que sirve para refutar la
naturaleza humanista del bloque al cual defendió. No niego que sea el monstruo
más conocido; empero, en su galería de grandes malhechores y asesinos, un
asiático amenazó con emularlo.
Mao Zedong fue un
ideólogo del marxismo para naciones subdesarrolladas. La misma insensatez de
Lenin, pero con un escenario que tenía mayores complicaciones. Procuró adaptar
esas ocurrencias a un país que era diferente de aquél considerado por quien las
concibió hace casi dos centurias. Así, en lugar de apostar por el proletariado para
gestar la revolución, puso de protagonistas a los campesinos. Ellos, merced a
la iluminación del partido, en donde nunca faltan los mortales que guían al
prójimo, debían concretar ese anhelo. El problema es que, para conseguir esa
transformación política, económica y social, se alentó la más franca violencia.
No bastaba el fin de vilezas perpetradas por terratenientes; era necesario que
fuesen sustituidas, encumbrando al Estado como flamante opresor. En el tránsito
hacia ese cometido, cuantiosas personas dejaron de existir. No se piense
solamente en muertes desencadenadas por la intolerancia, el dogmatismo, puesto
que, si bien estas bestialidades se dieron, hubo también otras causas
censurables. Porque las hambrunas que generaron sus medidas colectivistas
distaron mucho de ser insignificantes. Lo peor es que, en vez de reconocer sus
errores, cambiando el rumbo del país, incrementó la ferocidad. Fue entonces el
momento en que se dio la Revolución Cultural, un maremoto de salvajadas contra
quienes cuestionaban al régimen.
El maoísmo es un
engendro de la violencia y los delirios izquierdistas. La consolidación del
pensamiento único por medio de la fuerza es inherente a esta corriente. El
rechazo al debate fue una de sus principales características, al igual que su
aversión al libro, salvo si era favorable a la dictadura. A los artistas,
profesores e intelectuales, es decir, hombres que pueden tener mayor apego al
espíritu crítico, se les trataba con cautela, aprovechando cualquier ocasión
para infligirles penalidades. La disyuntiva era someterse o ser mortificado.
Conviene resaltar que, fuera de China, Mao ejerció una influencia funesta. Los
partidarios de sus sandeces no dudaron en promover experimentos que son
contrarios a la convivencia civilizada. No les interesaba la cantidad de
difuntos que se precisaría para lograr su destrucción. La mejor y más horrenda
demostración es dada por el Perú: Sendero Luminoso. Porque el líder del grupo, ese criminal
llamado Abimael Guzmán Reynoso, era uno de sus admiradores. Inspirado por sus premisas,
aunque sin desconocer la impronta de Marx y Lenin, organizó una guerra popular
que instauraría el comunismo. Esto último no sucedió, mas, en la tentativa,
decenas de miles murieron por sus actos terroristas. Una inequívoca infamia. Lo
lamentable es que no se deplore aún, con absoluta contundencia, a quien la hizo
posible por medio de sus postulados ideológicos. Su condena no debe ser menor
que la del camarada ruso.
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