Refinada soberbia
es abstenerse
de obrar por no
exponernos a la crítica.
Miguel de Unamuno y Jugo
Según Cioran, alcanzar la gloria es un anhelo que tienen todos los
hombres. En su criterio, si fuésemos absolutamente sinceros, evitando cualquier
temor a ser criticados por los demás, proclamaríamos que las alabanzas nos resultan cómodas,
aun determinantes para conocer la felicidad. No debemos pensar en una fugaz
felicitación del prójimo, aquel comentario que se lanza con el objeto de
reconocer algún acierto. Esta clase de acciones tiene relevancia; sin embargo, cuando
es inmoderado, el amor propio no se detiene allí. Persuadido de su valor, un
individuo no tendría sosiego hasta que se hiciera justicia, otorgándosele un
lugar entre quienes, por sus proezas, ganaron la inmortalidad. Desde luego, un
afán tan grande como ése no se explica sino cuando hay dudas sobre las virtudes
que uno tiene. Pasa que, cuando se está seguro de sus talentos, los veredictos
del mundo son irrelevantes. La opinión de cada sujeto sería suficiente para
decretar la mediocridad o excelencia de sus propias acciones. Pero, como
declara el autor de La caída en el
tiempo, las personas acostumbran obedecer una línea distinta. Sin importar
el campo en donde nos desenvolviéramos, encontraríamos placentero que alguien promoviera
nuestro ensalzamiento. El narcisismo es una plaga que nos acecha en diferentes
grados; basta levantar la mirada para percibir su presencia.
Aun cuando el planeta esté recargado de premios
literarios, la regla es que los escritores consideren al Nobel como su máximo
sueño. No digo que, al componer sus obras, ellos se imaginen al lado de
aristócratas y académicos suecos, pronunciando un discurso memorable, quizá
leyendo una diatriba contra críticos e intelectuales reacios a su admiración.
Abrigo la esperanza de que no haya mucha gente así. Lo que se afirma es la
predilección por ese destino ideal. Puede fastidiar que un escribidor como Harold
Pinter lo reciba o la omisión referente a Jorge Luis Borges; no obstante, su
prestigio nunca decae por completo. Tomando en cuenta esta realidad, debe
sorprendernos que, hace medio siglo, un autor haya optado por seguir otro
camino. Efectivamente, en lugar de permitir su encumbramiento, garantizando una
posteridad que sea grata, alguien reivindicó el derecho a vivir sin dejarse
cautivar por esas aclamaciones. No se trató de un capricho, una postura que
fuese adoptada para saciar antojos momentáneos; cuando lo hizo, el filósofo,
narrador, dramaturgo y ensayista Jean-Paul Sartre contaba con una
fundamentación al respecto. Como sucedió durante toda su vida, el meditador del
existencialismo había concebido ideas que lo respaldaran. Las repercusiones
que, a escala mundial, tenían sus decisiones reforzaban la prohibición de
actuar sin seriedad. Con certeza, el suceso que protagonizó vale su recuerdo.
Mediante carta fechada el 14 de octubre del año 1964,
Sartre se contactó con los académicos de Suecia para indicarles que, si
decidían galardonarlo, no recibiría el Nobel. Había rumores ligados al inminente triunfo del que ya era entonces un escritor cuya voz se escuchaba en
varios países. Cuantiosos lectores, repartidos en diversas partes del planeta, acreditaban
que sus textos no merecían la indiferencia. En especial, sus novelas habían
servido para identificar sentimientos que caracterizaban a quienes lo
acompañaban en esos tiempos. Las ideas acerca de la libertad irrestricta del hombre
–perturbadas luego por sus lazos con el colectivismo– se difundían, con generosidad,
gracias a los textos narrativos. Asimismo, era conocido por ser un
representante del compromiso intelectual, acaso el más ilustre que haya habido
hasta hoy. En su opinión, era preciso que un hombre de letras no se limitase al
universo artístico. Se tenía la obligación de pronunciarse sobre los problemas
sociales, sin interesar el lugar en que aparecieran. Su preocupación por los
destinos del semejante no toleraba un invento tan censurable como el de las
fronteras. Por ello, se aguardaba su exaltación en tierras nórdicas. El
acontecimiento parecía ineludible, por lo que, procurando evitar la
indelicadeza de rechazar ese premio, se dirigió a las autoridades
correspondientes. Sus alegatos fueron inútiles; los miembros del Comité fallaron
sin aprobar esa posición, confiriéndole la distinción una semana después de
recibir su misiva.
La postura del filósofo existencialista tuvo dos tipos de razones, las cuales fueron explicadas en distintas ocasiones. Al
saber del fallo, Sartre adujo que no aspiraba a ser convertido en una
institución. Como expresa Céline en el fragmento que abre La náusea, era «exactamente un individuo»; por lo tanto, esa
posibilidad le disgustaba. En un mundo que se movía conforme a los dictados de
la bipolaridad, no deseaba perder su importancia como persona singular. Además,
creía que no debía haber intermediarios entre los hombres y la cultura. Si se
afectara esa relación, trastocando sus fundamentos o fines con el objetivo de
alienarnos, el daño para nuestra libertad sería severo. No tendría que haber
entidades, al margen de sus respaldos teóricos, establecidas para lanzar sentencias
en ese terreno. Aceptar el Nobel, por ende, conllevaba estar de acuerdo con ese
sistema. No quería ser un obstáculo, mas tampoco el símbolo de una sumisión.
Subrayo esto último porque, un mes después del fallo académico, nuestro
pensador aclaró que su controvertida negativa tenía también una base política.
Ese reconocimiento agasajaba a los escritores de Occidente o rebeldes del
Este; no integrando ningún bando, recibirlo era un despropósito. Ambos
argumentos fueron las causas que le impidieron consentir su enaltecimiento. En
definitiva, sus principios se sobrepusieron a los intereses que intoxican más
de una sociedad.
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