…aunque la guerra militar había terminado; la
ideológica proseguiría. Para mí, ésta era la guerra entre el iluminismo, aliado
de la democracia, y el oscurantismo inherente al fascismo y al nazismo.
Mario Bunge
En el verano de 1989, Francis Fukuyama publicó
un artículo cuyo título era una pregunta, «¿El fin de la historia?». Ese texto de quince
páginas, aparecido en la revista The
National Interest, produjo controversias a nivel internacional. Es cierto
que sus contradictores fueron incalculables, amén de feroces; sin embargo, hubo
también quienes defendieron lo expuesto por ese intelectual. Conviene anotar
que ni siquiera entre los liberales, conglomerado con el cual se le podía
relacionar, hubo reacciones uniformes. Tres años después, dicho trabajo inspiró
un libro que consolidó el prestigio del autor. No es exagerado asegurar que
ninguna de sus obras posteriores alcanzó los niveles conquistados por esa
primera experiencia. Es indudable que sus apreciaciones pueden aún ocasionar
debates útiles, aunque también avivar impugnaciones invencibles. Las secuelas
del ensayo en el que predijo una conclusión de los conflictos ideológicos no
tienen parangón. Todavía hoy, como lo demuestra una columna escrita hace poco
por Mario Vargas Llosa, se considera necesario reflexionar sobre aquella ruidosa
tesis. Según parece, un cuarto de siglo no ha bastado para liquidarla. Consiguientemente,
amparado en el espíritu crítico e incitado por mi afición a la lectura, procuraré aportar al debate acerca de esa provocación. En el peor caso, mi
anhelo es despertar intereses que originen su conocimiento. No debe descartarse
que muchos ignoren, en absoluto, de un suceso como ése.
Lo que se propuso entonces
fue que, con la democracia liberal y el mercado libre, habríamos llegado al «punto final de la
evolución ideológica de la humanidad». Existía el consenso mayoritario de que otros
modos concebidos para organizar una sociedad –monarquía hereditaria, fascismo,
nacionalsocialismo, comunismo– habían resultado vencidos. Así, la historia,
entendida, en términos hegelianos, como un proceso único, evolutivo y congruente,
habría llegado a su conclusión con la obra político-institucional que tiene
como punto central la libertad. Es bueno aclarar que, al plantear esa idea,
inequívocamente optimista, él no era tan inocente como para creer que las
guerras y cualesquier conflictos sociales desaparecerían del mundo. Sólo un
mentecato podría sostener que, algún día, una sociedad compuesta por hombres
carecerá de altercados. Conforme al autor de marras, se acepta hasta que hay
problemas con la democracia; empero, las fallas no se presentarían en cuanto a
sus postulados, los cuales no podrían ser superados. Resumiéndolo, respecto a
lo esencial, ya no habría avances en el desarrollo de tales principios e
instituciones pertinentes. Destaco que, como Hegel y otros pensadores, Fukuyama
creía en el progreso, encontrando un desenvolvimiento positivo de los
hombres. Estos avatares tendrían como argumento la búsqueda de mayor libertad. Por
lo tanto, la historia universal contaría con ese móvil; el abandono de la
esclavitud, las servidumbres feudales y los Estados opresivos permitirán
probarlo.
Pese a las críticas
que se han formulado en su contra, la custodia del orden democrático y el
sistema de libre mercado continúan siendo reivindicables. El hecho de que la
democracia se considere deseable en la mayoría de los países, incluyendo
naciones que, históricamente, se han decantado por regímenes autoritarios,
sirve para probar su carácter superior. Con seguridad, en lo referente a sus
líneas centrales, no es una forma que pueda sustituirse, salvo si deseamos
empeorar nuestra convivencia. Por otro lado, aunque con mayor controversia, puede
afirmarse que el sistema de mercado no consiente refutaciones respecto a su eficacia
para organizar y hacer funcionar las actividades económicas. Insisto en que
puede haber modificaciones, pero nada esencial, pues esto permanecería invariable.
Exceptuando los experimentos delirantes de Cuba y Corea del Norte, nadie apuesta por otra vía que sea eficaz para lidiar con la miseria en el mundo. Merced al
respeto a la propiedad privada, además de su ejercicio sin mayores
restricciones para el comercio, han sido superadas adversidades que se creían
infranqueables. No desconozco que falta bastante por hacer en aras de conseguir
una realidad más grata. Sería estúpido señalar que la pobreza indignante de
numerosas personas es una patraña del anticapitalismo. No obstante, se tiene la
certeza de que, transitando por esa ruta, un futuro mejor es posible.
Reconozco que no estamos
en la época que fue publicado el ensayo del politólogo ya citado (entre otras
cosas, no vivimos en medio del entusiasmo por la caída del totalitarismo
soviético). Los enemigos del presente, principalmente el fanatismo religioso,
no tenían la misma relevancia en ese momento. Mas el cambio circunstancial de antagonistas
no significa que la obra gestada en el pasado merezca nuestra desprotección. Yo
la seguiré viendo como una cruzada, siempre perfectible, que debemos promover
para impedir el advenimiento de monstruosidades. Lo que no debe admitirse es
que, por sí sola, la historia se abrirá paso en sociedades donde la sumisión y
el encerramiento cultural son formidables. Es falso que los triunfos de la
libertad sean inexorables. Debemos esforzarnos a diario, incluso correr el
riesgo de ser agredidos, mientras luchemos por su encumbramiento. Las
predicciones del idealismo alemán no justifican el menor de los relajamientos. Corresponde
a cada uno contribuir al patrocinio de nuestros logros civiles, sin esperar
soluciones mágicas. Por esta razón, apoyo a los individuos autónomos, reales e
insurrectos, y no supongo que un Espíritu Absoluto se desenvolverá hasta
cristalizarse en una forma determinada de Estado. De nosotros depende que no se
arruinen las victorias de generaciones anteriores, fundamentales para proseguir
con los adelantos.
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