…la gran lección de la
historia es que no se ha aprendido la lección de la historia.
Aldous
Huxley
Ningún Estado se justifica si
no sirve para satisfacer las necesidades de los hombres que lo constituyen.
Esto implica que, cuando hay democracia, los gobernantes tengan que hacer lo
posible por atender sus pedidos. Es verdad que, a veces, las exigencias del ciudadano
pueden ser excesivas, impidiendo la ejecución de una solución inmediata. No
obstante, las autoridades tienen la obligación de formular y, además, aclarar
los motivos que obstaculizan ese avance. Se lo deben al individuo, a esa
persona que, aunque no tenga gremio alguno, merece su respeto. No se ignora
que, de modo circunstancial, el prójimo pueda unirse a otros, presentando
demandas al sector público e intentando luego su atención. Lo que jamás se
perdona es olvidar el carácter superfluo del número de reclamadores. Idealmente,
las quejas individuales no deben tener una dignidad menor a la del requerimiento que
presentan dos o más mortales. En ambos casos, estamos frente a un mismo tipo de
interpelación al que ejerce una función burocrática. La desgracia es que nos
subyuga otro entendimiento. Demasiada gente cree que, si está sola, no vale un
céntimo. Muchos sujetos están convencidos de que, cuando no se amenaza con
acciones masivas, revoltosas, caóticas, las respuestas serán negativas. Con certeza,
esa creencia es el origen de inmensas catástrofes.
La
divinización del grupo tiene como único perdedor al individuo. Si hubiere
justicia o, por lo menos, sensatez, cualquier asociación de hombres tendría que
considerarse inferior a sus miembros. Cada uno de ellos es quien le otorga
vida, permitiendo su existencia, así sea ficticia, en este mundo. Pero encontramos hombres
que les atribuyen prodigios, principalmente de índole revolucionaria. Yo
pienso que, cuando nace una multitud, llega el momento de aguardar descomunales
absurdos. Es que la racionalidad no se asienta en los mortales propensos al
amontonamiento. Tampoco, mientras impere la turba, debemos esperar que se
acepten los llamados a rechazar las agresiones, pues su naturaleza reclama violencia.
De esta manera, reñidos con la lucidez, se levantan para instaurar un orden que
les resulte grato. La política más dañina es aquella que se rinde a sus
antojos. Por los previsibles estropicios que causa, corresponde oponerse a esa
tendencia. No se trata de prohibir el derecho a relacionarse con los demás; la
cuestión es que, durante mucho tiempo, hallamos sólo sus peores criaturas.
Claro que, en una época que celebra las rabietas plebeyas, esto es alabado por
los críticos del sistema favorable a la libertad. Es la lógica de las personas
que, sin pudor, se decantan por ensalzar a los movimientos sociales.
No
es casual que sus principales teóricos sean portavoces de la izquierda. Esos
pensadores han fomentado la pérdida del protagonismo de sindicatos y partidos
para endiosar la vía, fácilmente criticable, de los movimientos sociales.
Porque esos grupos están impulsados por convicciones que se dirigen contra las
diferentes manifestaciones del liberalismo. Dejando de lado sus fundamentos
artificiosos, lo categórico es que son una ruta contemporánea para materializar la
pesadilla del colectivismo. No se alude a sectores que procuran la realización
de una obra determinada, modificaciones al plan gubernamental, aun reformas del
régimen jurídico. Sus componentes aspiran a consumar cambios estructurales en
relación con la distribución del poder. Las acciones públicas que llevan a cabo
cuentan con ese cometido. Fracasados los otros agentes que tenían el fin de gestar
la revolución, se presentan estos fenómenos para fastidiar a quienes cuestionan
las boberías del socialismo. Pueden permanecer callados cuando rige los destinos
de un país alguien adicto a esas barbaridades; empero, tras producirse la
sustitución del Gobierno por uno asentado en lo racional, comienzan las
confabulaciones, los bullicios, esa caprichosa insurrección que suele
distinguirlos. Saben que, enfrentándose a un régimen democrático, sus abusos no
provocarán crímenes similares a los perpetrados por sus camaradas en el
siglo XX. Aprovechan esas restricciones, edificadas por hombres de bien, para forzar
el acceso al desconcierto.
El amparo de la modernidad exige que nos
rehusemos a venerar las multitudes. Luchar contra su enaltecimiento es
resistirse a reconocer la victoria de las hordas que, cíclicamente, buscan el
retroceso. Entretanto deseemos un orden apoyado en la razón y los sentimientos elevados,
se requerirá de nuestro patrocinio más firme. No importa que, desde hace varios
decenios, se proclame la muerte del hombre autónomo, ilustrado, occidental. Sus
detractores son las mismas personas que, en nombre de ilusiones igualitarias, se
esforzaron por borrar toda huella de humanismo, esa corriente nacida para
reivindicar nuestro valor como seres singulares. Al distanciarnos de esta
línea, peor todavía cuando se intenta su contradicción, el único destino que
debe aguardarse es la infamia. Las sociedades que se han basado en ese afán nos
dejaron miserias a granel. Las abstracciones ligadas a sus utopías, al igual
que los conglomerados llamados a concretarlas, sin interesar su cantidad, avanzan
en desmedro de quienes no adoramos la servidumbre. Pueden recurrir a palabras
dulcísonas, gritar que persiguen la liberación de oprimidos, incluso cuestionar
al Estado por sus conocidas perversiones; sin embargo, los móviles se mantienen
inalterables. Es que, detrás de una movilización promovida por sus defensores,
se descubrirán siempre ansias de acabar con las libertades. Vale la pena tomar
consciencia de aquello.
Nota pictórica. La rebelión es una obra que pertenece a Käthe
Kollwitz (1867-1945).
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