Tras una revolución, se ve a los mismos hombres en los salones, y al
cabo de una semana, también a los mismos aduladores.
George Savile
Toda persona tiene derecho a respaldar un disparate; sin embargo, el servilismo
y las hipocresías serán siempre dignos de la censura. La equivocación se
presenta en nuestras vidas con una frecuencia estremecedora. Nadie ignora que,
hasta la finalización de sus días, el error lo acechará sin conmiseración. El
problema es que, pese a tener certezas sobre la insensatez de una posición, no
sólo se opte por defenderla, sino también sean empleadas las mentiras para predicarla.
Éste es el caso de los oficialistas en Bolivia, algunos menos repugnantes que
otros. No es una exageración sostener que pocos especímenes superan a sus
agentes al encarnar el peor concepto del cinismo. No se trata de recurrir a la
falsedad por tener esa vivencia; el objetivo es obtener ganancias,
consolidar privilegios, incrementar favores. Incapaces de valerse por su propia
cuenta, esos mortales se convierten en gladiadores, poetas y bufones del que
tiene el poder necesario para beneficiarlos. Es irrelevante la ideología que
vocee un régimen; esa calaña de gente hallará los medios requeridos para patrocinarlo.
Si de algo sirve la imaginación, esto es para justificar el cambio del amo. Es
probable que, sin poseer esta astucia, sea difícil hacer una distinción razonable
del resto de los animales domésticos. Este proceder hace que tengamos la
previsible desgracia de tenerlos entre nosotros hasta el milésimo final del mundo.
Quizá solamente los insectos puedan opacar esa capacidad de sobrevivir a modificaciones
radicales en su ambiente.
Felizmente, a diferencia de numerosos individuos, mi
memoria no es defectuosa. El apego a libros y pensadores ha servido para
estimular su fortalecimiento. Esta virtud es también útil para ejercer la crítica,
pues, por una convicción ética, valoro la coherencia en las personas. Ello hace
que, como mínimo, considere forzoso que un hombre actúe conforme a sus
creencias. No descarto que haya cambios en su mentalidad; empero, si se desea
eludir el rótulo de veleta u oportunista, esto debe contar con una
fundamentación satisfactoria. Con todo, las posturas caprichosas no son tan
repudiables como aquéllas que impulsa una vulgar ambición. Éste es
el móvil que alimenta las actuaciones de seres como el diplomático del título,
hoy respetado en círculos oficialistas e incensado por cuantiosos opositores.
Su pasado es una suma de contradicciones entre las ideas expuestas y el
comportamiento que se ha mostrado en cargos estatales. Cuando las
circunstancias impusieron, para preservar sus prerrogativas, aliarse con
sujetos que se situaban en un bloque contrario al de su filiación ideológica,
lo hizo sin experimentar angustias. Así, una primera juventud que se consagró a
las tonterías del socialismo, en sus variadas perversiones, fue cambiada por
los beneficios de la función pública. No es un dato menor que, hace algunos
años, uno de los mayores enemigos del régimen haya sido entonces su incuestionable
líder. Era la época del hoy vilipendiado proceso de liberalización; por tanto, si
se creía en los absurdos izquierdistas, había una ocasión propicia para la
protesta. Mas su conducta fue la que lo caracterizará sin excepción: no irritar
a quien le concede privilegios.
Su servicio al poder no es corriente. Aun cuando su
práctica de la poesía y el ensayo sea impresentable, salvo dos o tres
fragmentos que rebasan apenas las fronteras del mal gusto, explota esas
aficiones para reivindicar cualquier infamia del oficialismo. La tradición de
los escritores que se brindan en pro del autoritarismo lo reconoce como miembro
pleno. No es casual que, frente a las atrocidades perpetradas por amigos extranjeros
del autócrata, haya asumido la tarea de protegerlos. Al respecto, vale la pena subrayar
que, para cumplir esa labor, no le basta la refutación –nunca válida–; él hace
lo indispensable para divinizar una situación claramente demoniaca. Mostrar la
realidad más sombría como si fuera el panorama menos ingrato es una de las
habilidades que lo acompaña en ese quehacer literario. No interesa que, hace
menos de una década, usaba un tono casi subversivo en contra del Gobierno. Una
vez más, las comodidades que obsequian los gobernantes tornan imprescindible su
transformación. Desvergonzado malabarista de las ideas, enlaza todos los
conceptos, teorías y nociones peregrinas que permitan cumplir su función. Además,
gracias a esas reivindicaciones imposibles, exhibe destrezas que no son
desdeñadas por quien gusta de tener lamedores con bolígrafos. Es irrebatible
que sus escasos méritos en el campo del pensamiento y el arte han sido
dinamitados por una vida intoxicada de oportunismo. Resalto que, no poseyendo antes
ninguna, a pesar del birrete y la toga, las virtudes académicas continúan sin
tocarlo.
La presencia de intelectuales que no vacilan en perder
su soberanía individual para conseguir preferencias, así sean éstas
insignificantes, merece invariablemente nuestro repudio. Son los responsables
del mantenimiento de mitos que nos perjudican. En lugar de promover el
cuestionamiento, las preguntas sobre la conducción del Estado, la crítica
relacionada con aquellas medidas que nos agravian, entre otros asuntos, ellos condenan
a sus ejecutantes. Siendo insuficientes sus sofismas para el ocultamiento de la
verdad, jamás compatible con los intereses del Gobierno, se legitima utilizar
la fuerza y callar al disidente. Lo señalo porque, en varias oportunidades, sus
declaraciones son una mera justificación del crimen político, pero también la
invitación a cometerlos de nuevo. Es bueno apuntar que una situación tan enojosa
como ésta no es eterna. Aunque la pretensión de una reelección infinita seduce
al caudillo y sus secuaces, el despropósito, hasta por causas naturales,
concluirá en algún momento. Terminarán las gangas palaciegas. El riesgo es que,
como sucedió en otros tiempos, sufra una nueva transformación y, peor aún, haya
idiotas dispuestos a creerle. Con seguridad, si se produjera esa metamorfosis, deberá
recordarse a los conciudadanos que confiar en su palabra implica un peligro
similar al de manipular elementos radiactivos sin protección alguna. El único
destino que cabe es la ignominia. Me ilusiono con esa posibilidad; no obstante,
admito que, a diario, concretarla se vuelve más difícil. Su embaucadora imagen
ya tiene demasiadas víctimas.
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