Los verdaderos filósofos son, en cambio, identificados con el médico.
Como éste, utilizan el bisturí –en este caso el pensamiento– para realizar la
disección de los valores de su tiempo. No son justificadores de valores
preexistentes, sino son legisladores, creadores de valores.
Julio Pinto
Los aportes a la ciencia no son incompatibles con el compromiso
intelectual. Suponer que un académico deba eludir las polémicas en el ámbito público,
así como los cuestionamientos al gobernante, no es sino una imbecilidad. Se
trata de hombres que, en general, tienen una irrefrenable inclinación a
concebir explicaciones, pero también se rinden ante la tentación de formular
nuevas preguntas. No reconocen ningún terreno que sea infértil para las indagaciones;
tampoco, estando la soberanía entre sus virtudes, admiten los frenos al impulso
crítico. Libres para investigar, tienen asimismo esa condición cuando llega la
hora de lanzar juicios acerca de su realidad. No importa que muchos de sus
colegas prefieran el aislamiento del despacho universitario, esa serenidad
obsequiada por medios en los cuales la pasión es deplorada entre quienes están a
gusto con su entorno. Esto no quiere decir que deban relegar su trabajo teórico
para dedicarse solamente a las movilizaciones; la concentración en un solo
espacio sería un imperdonable desperdicio. Lo que se rechaza es el empleo de
las labores científicas como excusa del desdén por la política. Tenemos la suerte
de contar con diversas personas que obraron conforme a esta convicción. Ellos se han resistido a los discursos sin exhortaciones, al esfuerzo carente de
momentos que avivan nuestro ser. La civilización nunca dejará de agradecer
su osadía.
Max Weber, pensador que nació en abril del año 1864,
fue un autor capaz de reunir el rigor del investigador con la efervescencia
política. Las páginas que compuso son una demostración irrebatible de ambas
facetas. La vida lo reflejó hasta el final, acaecido en 1920. Su existencia
estuvo lejos de ser tranquila. Con 50 años encima, participó en la Gran Guerra,
proclamando después la urgencia de cambios estructurales. Un trauma familiar
interrumpió su ejercicio del profesorado en la universidad por varios años. Por
cierto, aun dentro del campus, consecuente con su espíritu autónomo, fue renuente
a tener discípulos. Tanto en sus disquisiciones sociológicas, históricas, económicas,
como cuando tomaba posiciones políticas, uno encontraba a un hombre que lo
hacía solo. Era un individuo que se movía por la pretensión de entender el
desarrollo social, pero, simultáneamente, procuraba una transformación esencial.
Por consiguiente, hallamos a una persona que realiza sus pesquisas, actuando
con rigor; al mismo tiempo, plantea modificaciones de naturaleza cultural. No
se siente satisfecho con la descripción de un fenómeno; al igual que Nietzsche,
ansía que haya nuevos valores. Porque, tal como lo evidencian sus razonamientos,
la ética se convirtió en uno de los temas que le merecieron mayores atenciones.
Subrayo que concedió bastante importancia a los dictados morales. Es indudable
que el arte de vivir lo tuvo como un notable baluarte.
Defensor del individuo autónomo, aquél que toma sus
propias decisiones y no admite ninguna clase de absorción, Weber fustigó la
burocratización entonces vigente. Le preocupaba que, en el desencantamiento
religioso del mundo, la racionalidad invadiese todas las dimensiones de nuestra
existencia. Es oportuno acentuar que sus observaciones no se circunscribieron a
los funcionarios civiles, sino también al conjunto de quienes componen las fuerzas armadas. Debido a su desastrosa participación en el conflicto que se
inició en 1914, los militares no le resultaban dignos del elogio. Una de las
críticas giraba en torno a su condescendencia con los desatinos del emperador
Guillermo II. En lugar de oponerse a sus caprichosas disputas con Reino Unido,
alentaban esos desvaríos, suponiendo que nada segaría los privilegios otorgados
por el régimen. No se deseaba la irrupción de elementos que fuesen discordantes
con esa línea. Era indispensable luchar contra ese sistema de carácter
totalitario, respaldado por terratenientes y comerciantes que no tenían
inconveniente alguno en ofrendar su libertad. Con este objetivo, hallaba
necesario instaurar el parlamentarismo, puesto que dicho sistema permitía
regir, de mejor manera, los asuntos del Estado, impidiendo abusos burocráticos
y gubernamentales. Lo fundamental era limitar ese poder que, forzosamente, debe
ejercerse en nombre del conjunto de la sociedad para tener una convivencia
pacífica.
Uno de los ataques más provechosos que hizo Weber
tiene como blanco a las élites. Lo resalto en la última parte de esta
reflexión, pues los males identificados por ese intelectual continúan afectándonos.
Censuraba que, satisfecha con los beneficios dispensados por el poder, la
burguesía no tenía interés en impulsar una modernización política. No había
consciencia de clase; salvo excepciones individuales, las pretensiones de tomar
la dirección del Estado eran inexistentes. Sus miserias y cobardía engendraban
la necesidad de tener un líder carismático que, respaldado por los ciudadanos,
promoviera reformas culturales. No se hallaba otra forma de romper con el
conservadurismo de esos sectores. Lo lamentable es que, cuando ha sido
aplicada, esa receta trajo consigo catástrofes superlativas. A lo sumo, luego
de un combate circunstancial, cambian los cortesanos, manteniéndose intacto el
sistema. En cualquier caso, su designio de terminar con esa casta es meritorio.
Será siempre positivo que alguien tome la palabra y proponga el fin del
servilismo. Yo pienso que, para evitar despotismos, todos debemos participar en
ese cometido. El liderazgo o, mejor aún, la conducción tiene que ser un tema de
menor interés. Son las ideas, en lugar de los sujetos, aquéllas que posibilitarán
la emancipación del ser humano. Se aconseja que dejemos de resucitar redentores.
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