Apoyadas por el sentido común (es decir, la opinión de todos los demás),
nuestras creencias nos parecen tan bien fundamentadas, de hecho evidentes, que
por lo general nos abstenemos de indagar su validez.
Zygmunt Bauman
Las condenas morales de una época deben estar siempre abiertas al debate.
Siendo la falibilidad una característica del ser humano, no corresponde que
descartemos el error al momento de censurar un comportamiento. Entiendo que hay
casos en los que, por su manifiesta maldad, las dudas parecen sobrar; sin
embargo, la situación no se presenta indefectiblemente con esa contundencia.
Convencidos de que buscar la verdad es una tarea inagotable, cabe actuar con
firmeza, pero nunca rehusarse a las discusiones, reconsideraciones o
autocríticas. Siguiendo esta línea, todos los juicios que, en diferentes
ámbitos, fueron realizados por personas pueden ser objeto de cuestionamientos. Así,
como las normas que rigen la conducta suelen variar con el tiempo, las
recriminaciones del pasado podrían perder sustento, permitiendo una
reivindicación de quien fuera sancionado en su nombre. Con certeza, si
revisamos la historia, encontraremos numerosos semejantes cubiertos por la
infamia, pese a que, para instituir el desprestigio, casi nadie reflexionó
sobre su pensamiento. La regla es que los grupos conservadores, indispensables para
penalizar inmoralidades, se limiten a dictar sentencias que sobresalen por las
simplezas. Lo bueno es que, una vez acabado el poder que ejercen esos
correctores del prójimo, resulta posible absolver a sus víctimas.
Dos siglos después de su fallecimiento, Sade cuenta
con una mala reputación que es infernal. Probablemente, desde una óptica moral,
ningún autor provoque la reacción inmediata y adversa que ocasiona. Se ha
escrito tanto sobre sus excesos de índole sexual que, en resumen, al pronunciar
su nombre, no debe aguardarse sino la indignación. Es el logro de los
hipócritas que acostumbran imperar en ese campo. En su criterio, era forzoso
que un libertino, alguien decidido a perseguir el goce sin sentir escrúpulos,
fuese inmortalizado como una persona despreciable. El problema es que esas
actitudes impiden el análisis de su obra. De esta manera, nos han legado
prejuicios, vaguedades y rótulos que son insuficientes para valorar un
pensamiento. Porque, conviene aclararlo, ese escritor maldito no se limitó a
componer páginas pornográficas; forjó asimismo ideas que merecen las atenciones
de quienes, libres de dogmatismos, se interesan en el razonamiento. Tras llevar
a cabo esa singular aventura, tengo la convicción de que sus observaciones
filosóficas, así como las apreciaciones en torno al mundo político, son dignas
del estudio. Esto no significa que haya tenido la razón en sus diversas
opiniones; como pasa con cualquier otro mortal, no ha estado exento de formular
conceptos errados. Lo importante es que se ose su lectura, pues, mientras nos
gobiernen los preconceptos, perderemos la oportunidad de crecer gracias al análisis
de las meditaciones ajenas.
Nuestro condenado filósofo pensaba que únicamente la
naturaleza debía regirnos. Los acuerdos de las personas, plasmados en leyes o
códigos morales, no tenían sentido frente a esa realidad. Era inaceptable que,
bajo la égida de las regulaciones sociales, se castigaran los impulsos del
hombre, porque lo instintivo debía ser promovido sin restricción alguna. Hasta
la punición de los delitos sería infundada, ya que obedecerían a esa lógica.
La raíz de tales nociones se halla en La Mettrie, pensador que fue valioso para
defender ese desenvolvimiento natural del sujeto. Aunque sus apreciaciones
sirven para no glorificar las convenciones de cualquier era, presentarse como
mero esclavo del instinto es cuestionable. No encuentro favorable que un
sometimiento irrestricto sea celebrado. Si somos libres de rebelarnos ante las
normativas que procura imponer la sociedad, no lo hacemos para perder luego,
con cierta complacencia, esa condición. La existencia de un orden o caos
natural, en el cual Dios estaría ausente, no tiene que implicar nuestra
eliminación. Con todo, esos planteos del marqués de Sade, al igual que su
ateísmo originado en D´Holbach o el apego a Helvetius y su negación del individuo
virtuoso, son útiles para intentar un acercamiento a la verdad. Resalto que su
materialismo puede aún librar contiendas intelectuales.
Por otro lado, en política, Donatien Alphonse François
de Sade criticó las instituciones que consideraba reaccionarias. Atacó al clero
por sus privilegios, mas también a la nobleza, sector al cual pertenecía. Influido
por Voltaire, contribuyó al aniquilamiento del despotismo. Salvo una curiosa
carta en la que propone al rey Luis XVI retomar el poder gracias a un mandato
de los súbditos, su predilección por el republicanismo fue clara. Estaba seguro
de que era lo más compatible con la naturaleza; por ende, un régimen distinto
debía ser rechazado. Subrayo que, para zanjar los asuntos públicos, confiaba en
la democracia; no obstante, su apuesta era por una modalidad preponderantemente
directa. Como los representantes políticos no le causaban simpatía, opinó que
se debían ocupar sólo de proponer proyectos legales, incumbiendo su aprobación a
los ciudadanos reunidos en asambleas. A propósito, él creía que la sociedad
civil cumpliría un papel ejemplar. Además, para evitar el retorno del reino de
la violencia, propugnó que no se financiara una guardia citadina. Estimó
entonces que, alegando la protección de los avances republicanos, podría
fundarse un sistema signado por el militarismo. Teniendo presente lo anterior,
queda claro que sus reflexiones relacionadas con ese terreno tampoco justifican
el menosprecio. Quizá, en lo venidero, el sadismo sea concebido como una
invitación a las discusiones teóricas.
Nota pictórica. El grabado que muestra a Napoleón Bonaparte cuando
arroja el libro Justine o los infortunios
de la virtud, controvertida novela de Sade, es una obra que se atribuye a Cousturier.
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