Fidel Castro es el hombre más tierno que he conocido.
Gabriel García
Márquez
El planeta está lleno de necios, embusteros y malhechores que, pese a
tener defectos muy notorios, cautivan al prójimo. La lucidez nunca fue
indispensable para persuadir a un individuo de apoyar una causa. Tampoco,
desgraciadamente, se ha necesitado que un hombre de moral impecable, alguien
digno del encomio más sincero, nos invite a respaldar una ocurrencia para patrocinarla
con entusiasmo. Lo cierto es que no se requiere de grandes talentos para
recibir la colaboración del semejante cuando, ante todo, apelamos a sus
sentimientos. La consagración de aventureros obedece a este entendimiento, puesto
que sus partidarios son alimentados por las pasiones, excluyendo los mandatos
racionales. Conmovidos por la cruzada que desearían protagonizar, encuentran en
sus ejecutores a sujetos idóneos para ser venerados. La identificación con su
lucha puede ser tan fuerte que, en ocasiones, toda una generación se cree
llamada a defenderla sin moderaciones de ninguna laya. Habiendo tal
coincidencia, la regla es evitar las críticas que mancillen sus planes. No
interesa que la realidad hubiese impedido la concreción del anhelo; tanto los
sueños como su profeta mantendrán siempre el esplendor. Fueron responsables de
atizar apetitos revolucionarios, pensar en un mundo mejor; ergo, justifican que
se haga hasta lo inconcebible por protegerlos. Aunque se acepten algunas objeciones, la
seducción jamás dejará de orientar a los que apostaron por las quimeras.
El castrismo es una de las pestes que nos fastidian
desde hace varias décadas. Personas de diferentes edades, con mayor o menor
imbecilidad, se dedican a procurar su salvaguarda. Ellos creen que es una obra
ejemplar, el producto de ideas y sensaciones relacionadas con lo sublime. Ese
proyecto social sería el que, a pesar de sus limitaciones, continuaría valiendo
la pena. Es irrelevante que su inspiración teórica hubiese colmado de miserias cuantiosos
países; menos aún, las atrocidades atribuidas al régimen. Es la utopía que,
salvando el caso de los capitalistas, todos deberían perseguir. Subrayo que
este imperativo se torna apremiante si alguien nace en Latinoamérica. Hermanos
de antiimperialistas como Rubén Darío, José Enrique Rodó, José María Vargas
Vila, entre otros especímenes, habría el mandamiento que nos impone adorar a
Cuba y su dictadura. En síntesis, la Revolución es una gesta que no admite sino
un soporte irrestricto. Su descalabro implicaría la derrota de todos, un
triunfo del sistema que no quiere una comunidad sin maldades. El problema es
que, mientras las alabanzas continúan renovándose, los despropósitos al
interior de aquella isla se repiten sin cesar. Porque, aun cuando sus
apologistas lo nieguen, las excitaciones despertadas por ese experimento no hallan
una satisfacción práctica. Sus bondades han sido siempre parte de un mito que
conviene ayudar a demoler. En algún momento, esa idealización de
una estupidez aborrecible debe acabar.
Los guerrilleros que comandó Fidel Alejandro Castro
Ruz no fueron determinantes para derrocar a Batista. Ese acontecimiento tuvo
diversas causas; el ingreso apoteósico de hombres barbudos y armados no debe
hacernos olvidar los otros factores. Los ataques al régimen se libraron también
en la ciudad. Para incrementar el desasosiego de quien regía esa república,
resultaron efectivas las acciones terroristas que algunos ciudadanos
perpetraron. Destaco que los opositores a la tiranía no siguieron un mismo
procedimiento; se coincidía en el objetivo, pero había diferencias respecto al
medio. En cuanto a los sucesos que propiciaron la caída, debe resaltarse la
participación de Estados Unidos. Es difícil imaginar esa huida presidencial sin
la pérdida del apoyo brindado por dicha nación. Por mucho que irrite a los
revolucionarios, si no hubiera perdido el amparo norteamericano, la derrota del
autócrata habría sido imposible. Para no traicionar la verdad, corresponde
recordar que esa vilipendiada potencia dispuso un embargo de armas contra la
dictadura. Hubo asimismo otros actores en una contienda que tenía metas
admirables. Porque, tal como lo han declarado sus combatientes, el objetivo era
recuperar la democracia, restableciendo un orden congruente con las libertades
civiles y políticas. A la postre, una minoría violenta y antidemocrática se
apropió del triunfo. Es de canallas haber usado ese legítimo logro para
concretar una utopía perversa.
Si bien Huber Matos sostuvo que Fidel Castro no era
comunista, sino narcisista, cuenta con el espíritu de todos quienes han
predicado esa doctrina. Los crímenes de su satrapía no tienen la envergadura
del estalinismo sólo porque rige un país pobre. Regalándole recursos
ilimitados, los hombres habrían visto cómo el orbe se incendiaba con frenesí.
No exagero, pues, cuando la Unión Soviética planeó colocar misiles en Cuba, él
y Guevara, ese asesino desquiciado, soñaban con una catástrofe atómica. En sus
dominios, durante los últimos 55 años, el gusto por la intolerancia ha cobrado
víctimas hasta el hartazgo. Son miles los individuos que han sido insultados,
vejados, explotados, apresados y muertos por tener una opinión distinta de la dictada
desde el poder. Es bueno apuntar que la sumisión se decreta a cambio de nada
dignificante. Pasa que las conquistas en salud y educación son una patraña.
Únicamente los extranjeros tienen derecho a ser atendidos con decencia en sus
hospitales; para las demás personas, por carecer de medios económicos, queda el
peor servicio. La situación del sistema educativo tiene un patetismo similar. Al
margen de las penurias materiales, basta saber que los niños son adoctrinados
en absurdidades del socialismo para quitarle cualquier virtud. Siendo el
fracaso tan palmario, urge que los nostálgicos de la proeza del año 1959
cambien de actitud. Se debe retomar la senda iniciada cuando, con y sin
barbas, los hombres libres resolvieron que había llegado el tiempo de poner
fin a la tiranía.
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