La república no es nada, sólo un nombre sin
sustancia ni forma.
Cayo Julio César
Desde la Edad Antigua, gracias a Platón y Aristóteles, entre otros
pensadores, se ha discutido acerca del mejor modo de organizar políticamente una
sociedad. Un debate central tiene que ver con la decisión de respaldar el
Gobierno de las leyes o aquél sometido a cualquier antojo de los hombres. No es
un tema menor, pues, gracias a la estructura que se levante, pueden
multiplicarse los infortunios. Lo señalo porque, a
partir del año 527 a. C., quien plantea la instauración de repúblicas tiene
como ideal establecer un régimen en donde reinen las reglas jurídicas. Todos,
tanto gobernantes como administrados, contarían con la obligación de cumplir
las normas que sean adoptadas para regir nuestra coexistencia. Siguiendo esta
lógica, ninguno estaría libre de ser castigado por incidir en su incumplimiento. Subrayo
que, aun cuando parezca demasiado elemental, este principio continúa siendo
difícil de respetar en numerosas sociedades. Estamos acostumbrados a percibir,
con demasiada frecuencia, la vulneración de reglas que fueron creadas para
defender nuestros derechos. No descubrimos nada nuevo si acusamos a los
burócratas de estar a la vanguardia del mencionado despropósito.
Además del imperio de
la Ley, noción indispensable para combatir autocracias, el republicanismo conlleva
un rechazo al poder que se origina en la sangre, tradición o fe. Por esta
razón, salvo curiosas excepciones, sus partidarios se oponen a las monarquías. Siendo
coherentes, deberían resistirse asimismo a los caudillismos de variada especie,
puesto que se halla siempre una pretensión real en todos sus practicantes. Nadie
está predestinado a ser obedecido por sus semejantes. El concepto de autoridad
política está basado solamente en la voluntad de las personas, quienes plasman
sus acuerdos en leyes que deben ser cumplidas. El gobernante no tendría sino la
obligación de acatar lo dispuesto por los ciudadanos. Teniendo sus propias
cualidades, privilegios y deberes, nada le permitiría estar por encima del
orden vigente. También, es irrelevante que, para conquistar la gloria política,
se aduzca una suerte de compensación por vejaciones del pasado o profecías ideológicas. Ninguno de los
mesianismos que se han conocido puede armonizar con ese sistema político. El
liderazgo que se funda en esas patrañas es una jefatura ideada para volvernos
súbditos. No hay otro móvil que decretar nuestra sujeción al régimen, acabando
con la igualdad conquistada en luchas de diferentes épocas.
Naturalmente, siendo las
reglas de convivencia tan importantes, debe demandarse que los ciudadanos
tengan un gran compromiso en cuanto a la conducción del Estado. Es que, dentro
de una república, los individuos son libres, pero tienen también el deber de contribuir
a la vigencia del orden que hace posible el goce de sus derechos. No es casual
que muchas guerras hubiesen tenido como meta salvar ese sistema. Necesitamos a sujetos
que sigan la senda de Catón o, en los escenarios más obscuros, se comporten
como Bruto y Casio. Ellos merecen el mayor de los desagravios, ya que, aunque
previendo una condena histórica, optaron por rechazar las ambiciones del
dictador. Las astucias de un demagogo debían ser segadas para impedir que la
civilidad fuese destrozada. Sólo un genuino enemigo de la barbarie obra con esa
valentía; huelga decir que su valor es inestimable para el avance del mundo. Ésa
es la clase de actitudes que debe caracterizar a los republicanos. Mientras aumente
su aversión a los gobernantes megalómanos, obsesionados por conseguir su
endiosamiento, el orden puede considerarse protegido. Cuando no existen
personas que repudian a los déspotas, el riesgo de su entronización es alto.
Por último, para
evitar tergiversaciones, es preciso apuntar que no se admite una relación
indisoluble entre democracia y republicanismo. Por más cercanos que nos
parezcan, son conceptos susceptibles de ocasionar disputas. Esta contingencia
motiva el esclarecimiento del asunto que, durante los distintos tiempos, ha
tenido más de un expositor. Por ejemplo, en una entrevista que brindó a la televisión
francesa hace varias décadas, Hannah Arendt sostuvo que Estados
Unidos no era una democracia, sino una república. Sus fundadores lo concibieron
para protegerse de un mal indiscutible: la tiranía mayoritaria. Éste era el
peligro que angustiaba a los forjadores de una sociedad tan valiosa como ésa.
Ello implica que resulte inconcebible la existencia del aludido país, todavía
ejemplar en diversas facetas, sin el
predominio de los derechos individuales, pues, como ha indicado Ayn Rand, «la
primera minoría en la Tierra es el individuo». Consiguientemente, una verdadera
república defiende a los individuos de los abusos grupales, masivos, colectivos,
aun cuando éstos puedan ser convalidados con legislaciones que contravengan los
fundamentos en que se apoya el Estado. Al respecto, es útil resaltar que, una
vez corrompida la esencia de una república, las normas aprobadas por sus
gobernantes no justifican nuestra obediencia. El tirano es indigno del respeto.
Nota pictórica. La muerte de Julio César es una obra que
pertenece a Vincenzo Camuccini (1771- 1844).
Comentarios