Llamamos espíritu
libre a quien piensa de un modo diferente a como cabía esperar atendiendo su
origen, su medio ambiente, su situación y su fundación, o las opiniones predominantes
en su época.
Friedrich
Nietzsche
Las
desilusiones ideológicas sirven para probar la ética del hombre. Luego de haber
defendido sistemáticamente una teoría, destacando virtudes y promoviendo su
puesta en práctica, es difícil aceptar que el mundo sea inconciliable con los
sueños despertados durante varios años. La utopía está condenada, sin
excepción, a mantener su pureza mientras no rebase las fronteras poéticas. La norma
es que, cuando se busca una sociedad perfecta, en donde los problemas resulten
inexistentes, las corrupciones cundan por todas partes. Por lo tanto, aunque
nuestras convicciones más preciadas sean afectadas, para evitar daños al
prójimo, es necesario que se revelen esas marchas hacia el abismo. Podemos
conservar el anhelo de terminar con las injusticias; asimismo, es realizable
que trabajemos por un futuro menos adverso en lo referente a honradez e
inteligencia. No corresponde que renunciemos a esta clase de postulados. Lo que
debemos evitar es la ceguera fundada en el fanatismo político. Es indeseable
aquella incapacidad voluntaria de percibir las ruindades que son provocadas por
principios en los cuales creemos. Admito que puede haber tergiversaciones, así
como intérpretes resueltos a contradecir su esencia; empero, la obligación es
no incurrir en ningún tipo de connivencia. Divulgar sus miserias es un hecho
que demostrará el apego a la verdad.
Nunca
fue sencillo tomar la palabra y contradecir a las galerías. Si se quiere una
existencia que no tenga como asiduo compañero al tormento, lo aconsejable suele
ser aprobar las tonterías del tropel. La gloria está con los sujetos que se
dedican a cultivar el acatamiento. Sin embargo, afortunadamente, hay mortales
que no están dispuestos a cumplir ese papel indignante. No interesan los
anuncios de ostracismo ni, peor aún, las expulsiones del partido; cuando existe
una postura como ésa, lo único válido es obrar conforme a la conciencia
individual. Ésta fue la línea que, con valentía, siguió Eric Arthur Blair, más
conocido como George Orwell, un intelectual presto a no transigir con ninguna
manifestación del totalitarismo. Sea empleando plumas o usando armas de fuego, el
compromiso del mencionado autor con la libertad irradió autenticidad. Fue tan
fidedigna su decisión de batallar contra los ataques a ese valor que, siendo
izquierdista, no dudó en atacar las prácticas del Gobierno ruso. De esta
manera, se opuso a la divinización del estalinismo, necedad que, sin sentir
náuseas, era practicada por sus correligionarios. Por encima de la ideología,
estaba el impulso que volvía inaceptable tolerar las atrocidades del
colectivismo.
Hace
siete décadas, Orwell terminó el libro Rebelión
en la granja. Su publicación fue rechazada por cuatro editoriales. Se trataba
de una sátira del régimen soviético, el cual, como aliado en la Segunda Guerra
Mundial, merecía un tratamiento especial entre los británicos. Por
consiguiente, la prudencia exigía callar tras el conocimiento de las
barbaridades comunistas. La complicidad era preferible al triunfo del
nacionalsocialismo. Pero se alegó también, desde las tribunas socialistas, que,
para vencer al capitalismo, era imprescindible guardar silencio. La revolución
era una gesta que, de forma forzosa, se consolidaba gracias al rigor del
gobernante. Las dichas del futuro justificarían cada perversidad que producían
los camaradas. Nuestro escritor jamás estuvo de acuerdo con tamaña imbecilidad.
Consecuentemente, en lugar de ser otro encubridor, optó por denunciar, con
ingenio, las calamidades que mostraba la Unión Soviética. Empleando animales
como personajes de la historia, contó el modo en que una revolución era
traicionada por sus protagonistas. Al final, los enemigos del sistema
reemplazaban a sus opresores, renovando una tradición de injusticia. Ése era el
mensaje que despertaba sospechas sobre las aventuras de quienes se reconocen
como transformadores del orbe.
El
aprecio que sentía George Orwell por la libertad de pensamiento se advierte asimismo
en 1984, una novela escrita para criticar
los abusos del poder. Los que ansían el endiosamiento del Estado, o la
glorificación de un solo partido, encuentran allí motivos para dudar respecto
a su devoción. No es novedoso que se cuestione la relación entre política e
insinceridad; hasta el cansancio, desde tiempos antiguos, ese vínculo ha sido
repudiado por cuantiosas personas. La singularidad de las páginas del volumen precitado
es que muestran una situación hipotética en la cual se pueden notar los extremos
menos aguantables. En esa narración, todo individuo está obligado a creer en
las mentiras que son fabricadas por el régimen. No basta con abstenerse de
protestar, pues, para las autoridades reinantes, es imprescindible que sus
patrañas sean aceptadas íntegramente. Esto conlleva la renuncia a una reflexión
autónoma, porque, sin este fenómeno, se garantiza el ejercicio irrestricto de
las prerrogativas del fisco. Ambicionando el Gran Hermano la presencia de
ciudadanos sin opinión propia, no es extraño que los mayores crímenes hayan sido
mentales. Tampoco sorprende que, mucho tiempo después, hallemos políticos
decididos a castigar la herejía de razonar sin cadenas de cualquier naturaleza.
Dado que el deseo de volver esa ficción realidad es aún albergado por nuestros
contemporáneos, urge revisar obras como aquéllas.
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