Debemos estar
agradecidos a Maquiavelo y a los autores que como él escribieron sobre lo que
los hombres hacen y no sobre lo que deberían hacer.
Francis
Bacon
En 1513, el
intelectual Nicolás Maquiavelo se dirige a Lorenzo de Médicis. Tras el descalabro
de las fuerzas florentinas ante los españoles, la familia del destinatario
había recuperado su poder; por tanto, el momento parecía propicio para forjar
grandes gestas. Consciente de aquello, también dolido por la crisis que
atravesaba Italia, nuestro pensador le obsequia un bien tan necesario cuanto insuficientemente
apreciado: sus conocimientos de los negocios públicos. Todo se hallaba
contenido en una obra, El Príncipe, compuesta
por párrafos que tuvieron como fuente la experiencia laboral del autor, pues
fue hombre de Estado, y cuantiosas lecturas de historia. Así, de la manera más
objetiva posible, se procuraba explicar cómo debía gobernarse un principado.
Vale la pena destacar que, por primera vez, alguien procedía conforme a esa
pretensión, porque, hasta ese instante, los razonamientos políticos habían
estado acompañados de religiosidad u otra moral cualquiera. Cabe precisar que,
si bien se aspiraba a emitir apreciaciones imparciales, esto no pudo cumplirse
a plenitud, irrumpiendo, al final del volumen, algunas líneas teñidas de
nacionalismo.
El
arte de gobernar que concibe Maquiavelo quiere a la historia como
maestra. Los veintiséis capítulos de su libro cuentan con alusiones al pasado
que, entre otros provechos, sirven para subrayar aciertos e identificar errores.
De este modo, sus cavilaciones anhelan presentarse como el producto de un
análisis impersonal que estaría basado en esas observaciones. Conviene acentuar
que, durante varios años, ese razonador había trabajado en el ámbito de la
diplomacia. Tales vivencias le permitieron tomar conocimiento de costumbres y
prácticas políticas que, allende su fundamentación ideológica, mostraban el
camino hacia la eficacia. Sus estudios reforzaban los juicios que habían
generado aquellas contemplaciones, por lo cual estimaba tener la sapiencia
requerida para comprender las relaciones de poder. En su criterio, esto no
pasaba con regularidad, ya que muchos sujetos se limitaban a pregonar opiniones
falsas. Él estaba convencido de que la realidad no había sido entendida
correctamente; en consecuencia, era indispensable llevar a cabo esa labor, cuyo
interés nunca tuvo al vulgo como titular. Por supuesto, esta busca de pureza posibilitó
su exaltación en la teoría política.
Tal
como lo ha señalado Sheldon S. Wolin, desde la perspectiva del maquiavelismo,
los crímenes que son cometidos por actores políticos merecen el juicio de la
historia, pero nunca deben recibir una sentencia moral. Al respecto, puede
sostenerse que, aun cuando no se censura ningún tipo de atrocidad, es dable
advertir una valoración ética en cuanto al fin perseguido por el gobernante. No
se trata sólo de enseñar cómo es viable la conquista y conservación del poder;
ésta podría ser una explicación imparcial, realista, contraria a las condenas
éticas. En la obra comentada, lo que se hace es facilitar la consecución de un propósito
que debe considerarse bueno. Desde luego, ese cometido sería la unidad
italiana, puesto que, mientras permanecieran dispersas, sus regiones no podrían
enfrentar el poderío de los extranjeros. Éste es el valor que se juzga supremo;
por ende, quien lo acoja puede usar cualesquier medios para lograr su amparo. En
definitiva, nos situamos frente a otra piedra de toque consagrada por una
persona que ansía la grandeza del país donde nació.
La
inmortalidad que tiene un libro puede relacionarse con las ideas, sensaciones y
conductas allí expuestas. Si ello tiene un carácter universal, interesa a la
propia naturaleza del hombre. Ahora bien, como ésta no varía con los siglos, es
comprensible que las reflexiones elaboradas al respecto se mantengan vigentes. En el caso del título de Maquiavelo, las
disquisiciones sobre la traición, el desprecio, los aborrecimientos, al igual
que otros fenómenos, continúan siendo discutibles. Poco es lo esencial que, en
el campo tratado por nuestro consejero, ha variado durante todo este tiempo. Los
debates contemporáneos pueden reconocer en esos juicios una fuente que no
admite la terminación. Sea para impugnar o defender lo aseverado por el autor
florentino, las páginas que redactó se convierten en una provocación válida cuando
uno desea discurrir acerca de la política. Es cierto que la civilización ha
experimentado cambios desde su paso por el mundo; empero, las preguntas
esenciales no tienen aún una respuesta definitiva. Consiguientemente, se
justifica revisar el parecer del individuo que, marcado por los bríos
nacionalistas, acometió teorizar sobre las cuestiones de poder.
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