No el placer, no la
gloria, no el poder:
la libertad, únicamente la libertad.
Fernando
Pessoa
En 1605, inmortalizando un talento que no merece
menosprecio, Cervantes publicó El Quijote,
obra donde se halla esta notable frase: «La libertad, Sancho, es uno de los más
preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse
los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como
por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el
cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres». Sin duda, son
palabras que, aun cuando hayan sido escritas hace mucho tiempo, no pierden
esplendor. Salvo los partidarios del sometimiento, en sus distintas
manifestaciones, esa declaración debería servir para orientarnos a diario. Mientras
las decisiones que se tomen fortalezcan el ejercicio de dicha facultad, tan
humana como la proyección al futuro, cabe aguardar una buena existencia. Para
desgraciarnos, basta adoptar una actitud que sea contradictora de aquélla.
Ahora bien, si
analizáramos el principal móvil que, durante nuestra historia, ha impulsado
revueltas, insurrecciones y movimientos revolucionarios, convendríamos en
destacar el valor de la libertad. Tales experiencias tuvieron el propósito
capital de ampliar sus dominios. En este sentido, el progreso debe ser
entendido como un avance a favor del individuo y su pretensión de gobernarse a
sí mismo. Desde la Edad Antigua, época mancillada por sus esclavos, se ha
considerado elemental la lucha contra los que detentan el poder, pues ansían
hacerlo en perjuicio del prójimo. Es cierto que, a lo largo de las diversas
eras, hubo personas dispuestas a cambiar su libertad por la protección del gobernante,
confiriendo a éste prerrogativas extraordinarias; empero, nunca faltaron
críticos a esa posición. Afortunadamente, siendo los hombres libres por
naturaleza, es muy difícil, acaso imposible, que todos consientan la pérdida
voluntaria de una facultad tan importante como ésa. Lo normal es que, hasta
apresado por cadenas, uno aspire a vivir sin sujeciones.
Defender la
libertad es resguardar el derecho del individuo a construir su propio destino. Cada
uno, sin que medien coerciones, debe desarrollarse conforme a sus ideas,
valores y principios. Por supuesto, tomando en cuenta que las personas pueden
tener variados intereses, incluso contrapuestos, resulta imperioso el
establecimiento de reglas de convivencia, las cuales limitarían nuestro
proceder. Nada más razonable que protegernos de quienes desean agredirnos,
perturbando la coexistencia. Esto es lo que funda la presencia del Estado y,
obviamente, mientras seamos falibles, no corresponde negar su necesidad. Con
todo, un tema es regir aspectos básicos de las relaciones humanas, procurando
evitar tormentos; otro, muy diferente, restringir severamente nuestra
autonomía. Por consiguiente, es recomendable que se desconfíe de las
expansiones del aparato estatal. Los veneradores de ese invento político nos
han demostrado, hasta la saciedad, que su crecimiento se consuma en detrimento
del hombre singular. No hay más que asfixia cuando se accede a sus deseos de
dilatación.
Es irrebatible que,
gracias a sus valiosas instituciones, la democracia nos garantiza un orden en
el cual nuestra libertad se mantiene ilesa. Siendo un sistema que reconoce al
individuo como mínima minoría, amparándolo de abusos cometidos por la mayoría,
el respeto a los derechos fundamentales es una misión que asume como propia. En
este régimen, las autoridades tienen competencias que, bajo amenaza de sanción,
no deben exceder, transferir o usurpar. Además, la transición del poder
gubernamental tiene que hacerse de manera pacífica, obedeciendo lo resuelto por
los ciudadanos. Estas bondades hacen que, aunque sus imperfecciones sean
todavía nocivas, el patrocinio de la democracia se juzgue imprescindible para
no perder la libertad. No interesa el número de necios que
debamos tolerar bajo su normativa; todo ello será preferible a una dictadura,
pues las facultades personales dependen allí de lo que dispongan los
gobernantes. Hasta por dignidad, tenemos la obligación de batallar por una
realidad que nos impida ser siervos de nadie.
Nota pictórica. La
carrera del libertino: encierro es una obra de William Hogarth (1697–1764).
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