Piedad por el culpable es traición al inocente.
Ayn Rand
Todo individuo
tiene la obligación ética de responder por lo que hace. Incumplir este deber es
glorificar tácitamente una condición indigna de la libertad. El abandono de la
esclavitud nos transforma en los únicos amos, aquéllos ante quienes ningún
destino podrá reinar. No habrá otra palabra que deba ser escuchada mientras la
existencia sea juzgada. Subrayo que, cuando un hombre decide tener conciencia
moral, empieza la ponderación de sus actos, evaluándolos para determinar si son
buenos o malos. Esto significa que, siendo soberanas en la elección de su
proceder, las personas deben ser estrictas al valorarlo, pues los veredictos
del prójimo no tendrán esa legitimidad. No obstante, por oponerse a censurar sus
propias bajezas, descartando cualquier clase de arrepentimiento, la opinión ajena
puede servir para sentenciar al semejante. No aludo a una resolución judicial,
cuyo contenido gusta de las ilegalidades, sino al reproche que merece un
malhechor. Así, en representación de las víctimas, demandaremos el castigo.
Cuando
son voluntarias, las colaboraciones en un régimen perverso no tienen que ser
favorecidas por la indulgencia. Condeno el hecho de brindar apoyo a los sujetos
que trabajan para destruir un orden republicano. Los pretextos que se esgriman
al respecto deben ser rechazados. Cometiéndose los abusos con tanta desvergüenza,
resultando patentes para quien ose observar la realidad, alegar ignorancia es
inútil. Lo cierto es que, si alguien quiere conocer cuáles son las metas
perseguidas por una pandilla de políticos, basta un mínimo esfuerzo del
intelecto para lograr el objetivo. Los mortales que, pese a lo aborrecible del
proyecto ideológico, le dan su respaldo comienzan, en ese mismo instante, una
relación signada por la infamia. No descarto que haya individuos lo suficientemente
cándidos como para contemplar, con entusiasmo, las ilusiones del movimiento
político. Con todo, pasado un tiempo, hasta la inocencia más pueril se percata
de las vilezas.
No
existen los subordinados inocentes. La desobediencia es una posibilidad que un
hombre debe preservar hasta el último de sus días. Nada validará el
cumplimiento de órdenes que, en el fondo, posibilitaron la expansión del
terror. Es indiscutible que la jerarquía impone diferencias, originando
culpabilidades de distintos grados. Si un juicio pretende ser ecuánime, tiene
que considerar esa variedad. Lo que jamás debe tolerarse, bajo ninguna excusa, es
anular la responsabilidad de quien se presenta solamente como súbdito. No debe
haber nadie que se libre de la ominosa marca del oficialismo, por lo cual todos
los aportes serán penados. No creo en retractaciones tardías, pues las personas
íntegras nunca consienten formar parte de una maquinaria despótica. Habrá
siempre la opción de rebelarse, resistiéndose al ejercicio del poder cuando éste
sea utilizado con fines inmorales. Los que, por cobardía o indiferentismo,
prefieren la sumisión ganan un lugar en la indecencia.
Una
sanción especial debe ser aplicada en contra de los intelectuales del régimen.
Sus supuestos conocimientos les prohíben aducir que, antes o después de apoyar
las arbitrariedades, desconocían la naturaleza del Gobierno. Un lector serio
sabe, con claridad, que no hay muchos sistemas concebidos para regir la
convivencia entre los hombres. No habiendo ya originalidad en ese campo, es
fácil prever el desenvolvimiento de una propuesta totalitaria. Por ello, cuando
prestan su voz para la ejecución de esas ruindades, pierden el derecho a
solicitar clemencia. Una rectificación no acaba con la pestilencia de los
cadáveres que, mediante reflexiones forzadas, se permitió acumular. Heidegger
fue consciente de esta situación; ello le impidió enmendar su falta. Él había
respaldado a una dictadura que, en defensa del nacionalsocialismo, irradió
maldad desde sus inicios. Aunque le haya servido brevemente como rector, su
nombre no podía quitarse la sanguinaria impronta. Tal carga debe ser soportada
por los que alientan esas hecatombes.
Nota pictórica. Episodio de fiebre amarilla en Buenos Aires
pertenece a Juan Manuel Blanes (1830-1901).
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