Pero
éste rechazó la segunda condición después de haber aceptado la primera porque
ella ya no le planteaba una cuestión de intereses, sino una cuestión de
principios y, a la inversa de los intereses, los principios no son negociables.
Mariano Grondona
Cuando una persona
no tiene principios ni valores que la restrinjan, su venta es perfectamente
posible. Lo único que puede dificultar esta operación es el precio. En general,
los individuos acostumbran pedir más de lo que valen sus productos, causando el
disgusto del comprador. Siendo la pretensión demasiado alta, los comerciantes
empezarán una suerte de disputa que finalizará cuando nadie se sienta del todo
engañado. Es innegable que un lance como éste podría ser evitado si, en vez de
proponer la transacción, se optara por el apoderamiento ilegítimo. Un ladrón no
tiene que sufrir por las obstinaciones del mercader. Empero, como la tradición es
contraria al despojo, conviene decantarse por las molestias de una negociación.
En este marco, nadie puede aducir luego que fue víctima de la inmoralidad. El
acusado tendrá la posibilidad de pretextar que hubo una entrega consentida del
bien, aunque éste deba ser juzgado inapreciable.
Entre
demócratas, la esclavitud está prohibida; sin embargo, los siervos voluntarios
se consideran permisibles. Si bien la civilización castiga el acto de
comercializar personas, no logra impedir que muchos ciudadanos enajenen su
dignidad. Existe un número importante de hombres que no tendría ningún
inconveniente en hacerlo. Esta clase de sujetos concibe la libertad, en sus
diversas manifestaciones, como un bien que puede ser intercambiado por naderías.
Es inútil explicarles que, aun cuando sea palaciega, una comodidad momentánea
no justifica esa concesión. No les conmueve que la vida de incalculables
semejantes haya sido segada para terminar con esas sumisiones. Porque la razón
puede ser derrotada por las ansias más rudimentarias, vulgares e innobles. Esto
es lo que permite la propagación de regímenes bárbaros, procesos mediante los
cuales se procura el acceso al absolutismo. Lógicamente, nunca faltarán
políticos dispuestos a dispensar favores al que, obviando la indecencia del
otro individuo, ofrezca su respaldo en pos de mayor bienestar.
En
las naciones que tienen una historia marcada por el mercantilismo, los
empresarios se habituaron a pactar con quienes gobiernan. Sus representantes convivieron
con golpistas y republicanos sin experimentar angustias. La excepción es encontrar
un capitalista que rechace radicalmente cualquier acercamiento al déspota. No
es exagerado sostener que su ignorancia los conduce al abismo. Suponer que las
medidas autoritarias nos les afectarán es, sin duda, una imbecilidad. La
utilidad que puedan tener será siempre momentánea. Las licitaciones, entre
otros privilegios, cesarán cuando el oficialismo ya no precise de sus lisonjas.
El sistema de la economía cortesana es un parásito del poder, por lo que sus
protagonistas están condenados a la subordinación. No es extraño que, para
sobrevivir en ese foso, las traiciones se multipliquen hasta el hartazgo. Pasa
que, a menudo, la entrega del apoyo viene acompañada de canallescas delaciones.
Desde su óptica, el sacrificio de los demás es válido mientras las relaciones
con la tiranía sean remunerativas.
Los
cargos públicos, cuyo salario es regularmente miserable, son suficientes para cautivar
al que, en un momento de lucidez, osó protestar contra las injusticias del
Gobierno. Salvo casos extraordinarios, el crecimiento del Estado es impulsado
por designios proselitistas. La rebeldía de varios hombres se anula con un
empleo. Es necesario destacar aquí la importancia de las consultorías. Son incontables
los mortales que prometen su alma por esos contratos. No interesa que carezcan
de provecho para el resto de la sociedad. Los intelectuales baratos,
aborrecidos por Mario Vargas Llosa, han subsistido gracias a esas canonjías.
Respecto a estas criaturas del pensar, vale la pena resaltar su inclinación al
elogio desmesurado del caudillo. Las plumas que intentaron el adecentamiento de
un político grosero son tan abundantes cuanto reprobables. No obstante, el nacimiento de los talentos rastreros es un fenómeno que se presenta en cada generación.
Nota pictórica. El primer traje es una obra de Vladimir Makovski
(1846-1920).
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