¡Los hombres
providenciales no pueden ser reemplazados sino por hombres providenciales!
Ramón del Valle-Inclán
He llegado a la triste conclusión de que, con algunas excepciones, los
hombres gustan del sometimiento al gobernante. Abundan las personas que,
rogando al cielo por la inmortalidad del superior, se arrodillan sin
complicaciones. La tentación de ser siervos ha conseguido formar hoy, en
distintos lugares del orbe, un ejército multitudinario. Son pocos los que se
resisten a soportar esas humillaciones; el concepto de dignidad es ignorado en
demasía. Lo corriente es engrosar el grupo de admiradores, cortesanos y
capellanes que se ofrecen como alfombra del libertador. Es oportuno destacar
que, para practicar esa sumisión, se anuncian muchas ventajas. Así, habrá
beneficios que nazcan como consecuencia de sacrificar nuestra razón autónoma.
Porque, si se exige únicamente obediencia, el derecho a pensar por cuenta
propia ya no será intocable. El servilismo es la meta suprema.
Se ha sostenido que, como no todos los individuos desean
tomar decisiones por sí mismos, pues la libertad conlleva grandes
responsabilidades, aquéllos se doblegan voluntariamente ante otro sujeto, quien
les propone asumir esa carga. La cuestión es que terminar con ese peso puede
colocarnos en medio de un escenario adverso. No es ilusorio que, para saciar
sus propios deseos, él adopte resoluciones capaces de perjudicarnos. Son incalculables
los ejemplos de guías que condujeron a sus seguidores al abismo. En diversas
oportunidades, las idioteces de un líder provocaron conflictos que eran
superfluos. Debe descartarse la existencia de mortales que asuman esas
facultades con prudencia; aunque parezca excesivo, lo ideal es desconfiar del
prójimo, más aún si éste se presenta como un nuevo salvador. Mientras sea
posible, nadie debe representarnos en política. No importa cuán extraordinaria
sea su sonrisa.
Más de una república ha sido condenada a honrar un tirano. Sucede que la
voracidad del caudillo puede llegar a consumir un país entero. Desafortunadamente,
la patológica confianza que le dispensan es contagiada y, a corto plazo, está
en condiciones de arruinar considerables vidas. Como es sabido, la ignorancia
de sus coterráneos vuelve realizable el crecimiento del mal. Yo sé que la
ilustración no asegura infalibilidad; sin embargo, el apego al oscurantismo favorece
esas perversiones. El desconocimiento de críticas vertidas en lo pasado impide
divisar riesgos como ése. Acentúo que no es novedoso contar con imitadores de
Napoleón, Bolívar o Trujillo; ningún siglo ha estado exento del problema. Se
pueden revelar las intenciones nocivas, aun conseguirse su encarcelamiento; lo
malo es que, luego de unos cuantos años, esto será olvidado, permitiendo otras
recaídas.
Así como hay caudillos con aspiraciones imperiales, encontramos criaturas
que ansían ser dueñas de un feudo. Su nivel puede ser municipal, departamental
o nacional; la estupidez no perderá toxicidad. En ocasiones, los pequeños
déspotas surgen como alternativas al proyecto de un autócrata que se cree
invencible. Lo interesante es que todos tienen la misma esencia. Pueden aducir
que las diferencias ideológicas son enormes; empero, cualquier doctrina es
aniquilada por sus ganas de tratarnos como súbditos. A propósito, cabe advertir
que, por regla general, quienes tienen esa inclinación no conservan una
relación amistosa con los libros. No es infrecuente que un bárbaro quiera ser venerado
por las demás personas. Los frenos a esos impulsos son el producto de una
cultura que, por desgracia, insuficientes ciudadanos logran apreciar.
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