El escritor no es un canario o un
zorzal. No debe limitarse a cantar a la luna.
Jesús Lara
El día en que un
intelectual se abstenga de pronunciar críticas feroces, causadas por los despropósitos
del hombre, contravendrá su propia esencia. La naturaleza le demanda plantear
sus objeciones sin ninguna clase de suavidades diplomáticas. Si su autoridad se
origina en las letras, tiene que usar la pluma para embestir al enemigo. Uno
espera que, cuando censura las perversiones, esa voz carezca de dulzura. En
este sentido, el temor a las acusaciones de incorrección política debe
desaparecer. No necesitamos que su palabra nos sosiegue; precisamos, quizá con
demasiada urgencia, ser incitados a cometer insubordinaciones. Por ende, la
tibieza es un mal que no conviene admitir como tolerable. Lógicamente, esto no
significa que él se limite sólo a expeler injurias, maldecir y amenazar con
vapuleos al gobernante; sus acciones deben ser más generosas.
Por
suerte, hay todavía escritores que no edulcoran sus ataques a la idiotez de las
autoridades. Ellos son los que ayudan a percibir, con plena nitidez, las
barbaridades de quienes no trabajan sino para desgraciarnos la existencia.
Encontrar a esos especímenes resulta grato, pues permiten constatar que no
todos fueron doblegados por el régimen. Yo valoro las meditaciones académicas,
así como los volúmenes que, utilizando un tono doctoral, buscan explicar
nuestra realidad. Mas, para que la persuasión sea totalmente segura, ese
combatiente ilustrado debe estallar. Por cierto, son cuantiosos los autores que
asumieron esta labor y, con excelencia, pudieron contribuir a su realización.
Bolivia nos ha ofrecido variados ejemplares; desde Alcides Arguedas Díaz, fustigador
cual ninguno, los literatos de batalla no han faltado, menos aún en una época
signada por las injusticias.
Sin
duda, en los últimos años, las protestas de Manfredo Kempff Suárez han sido primordiales
para vilipendiar al oficialismo. Sus incendiarios juicios, que no pierden ese
respeto al idioma por el cual tiene la condición de académico, reflejan aquella
indignación despertada desde Palacio Quemado. Es verdad que, excepto cuando cumplió
funciones públicas, sus cuestionamientos al ejercicio del poder fueron frecuentes;
sin embargo, el Movimiento Al Socialismo lo irrita como nadie. Ésta es una
consecuencia razonable, porque responde a convicciones que lo acompañan durante
toda la vida. En efecto, si uno analiza las composiciones que elabora, nota
fácilmente su orientación ideológica. Él lo ha declarado en varias
oportunidades: es un hombre de la derecha, una postura que muy pocos se atreven
a reconocer como propia. En mi criterio, pregonar tal posición revela listeza e
intrepidez.
Nadie puede negar las virtudes narrativas de
Manfredo. Desde Luna de locos, cuya
publicación fue alabada en distintos países, hasta Los violadores del sueño, la novela que presentó hace poco, sus
aptitudes son evidenciadas sin dificultad. Incluso Jorge Edwards elogió las
destrezas que tiene en ese campo. Ello no consiente refutaciones, pero, en esta
ocasión, me decanto por acentuar su faceta de ensayista. Sucede que su estilo,
regularmente inscrito en la tradición del panfleto, además de servir para infamar
a los politicastros, posibilita desarrollar ideas, esgrimiendo alegaciones
mediante las cuales el acercamiento a lo verdadero es dable. En esos textos, divulgados
desde hace algunas décadas, uno halla fervor, pero también la lógica y lucidez
requeridas para convencer al semejante de insultar al déspota. Estas cualidades
hacen que su presencia sea inexcusable.
Nota pictórica. Judith es una obra de Valentin de
Boulogne (1591-1632).
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