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Moralista, un oficio capital

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Lo que dice la ética no añade nada, en ningún sentido, a nuestro conocimiento. Pero es un testimonio de una tendencia del espíritu humano que yo personalmente no puedo sino respetar profundamente y que por nada del mundo ridiculizaría.

Ludwig Wittgenstein

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En primer lugar, la certeza de que un acto es bueno debe ser individual. No hay otro convencimiento que tenga su envergadura; por ende, descartar cualquier subordinación resulta lógico. En atención a ese atributo, el socorro eclesiástico, partidario, gremial o escolar tiene una importancia secundaria. Una famosa frase de Max Stirner lo resume así: «Nada está por encima de mí». Al cabo, la responsabilidad es singular, quedando las alegaciones grupales reducidas a excusas. Por cierto, aunque acepto que algunas de las justificaciones colectivas parecen comprensibles, ninguna exime del deber impuesto a quienes valoran su conducta. Estamos obligados a partir del sujeto, de la persona que cuenta con los medios necesarios para verter un dictamen maduro, aun cuando lo haga sin pericia. Un criterio puede llegar a interpretarse, en ocasiones, como una resonancia de opiniones ajenas, desconociéndonos la más leve originalidad; con todo, su publicación es fundamental, ya que sirve para expresar nuestras concepciones. Obtenida esta información, el cometido de mirar la realidad desde perspectivas distintas, procurando un entendimiento que haga factible nuestra convivencia, se vuelve practicable. Esa ralea de impresiones expone radicalmente al autor, pues nos permite saber cuál es aquella brújula que orienta su vida, dando cabida a un diálogo situado allende las pamplinas del presente. Además, al cavilar sobre tal asunto, abrimos la posibilidad, nunca fútil, de aquilatar el ideario que hemos elaborado. No es nimio remarcar el valor que un debate de naturaleza moral tiene para sus ejecutores: gracias a estos lances, los errores del semejante pueden ser rectificados, pero también advertidos aquellos yerros en que hemos incurrido. Dado que la materia en cuestión es preceptiva mientras se decida vivir con dignidad, sus altercados tienen un beneficio palpable.

En el reino de la ética, juzgar al prójimo es una labor que se asume libremente. Lo imperativo es que cada uno se convierta en evaluador de su propio comportamiento. Mas el afán de premiar o sancionar las acciones que realizamos a diario, aunque sean imperceptibles para los demás, nos dirige hacia un territorio ajeno, vasto, mayor, en donde resolvemos tener competencia. Obrando de este modo, basándonos en ese parecer que consigue apartar lo malo, nos pronunciamos sobre las decisiones de otros hombres. Si estamos seguros de que un acto es negativo, consideramos anómalo mirarlo con indiferencia, debiendo someterlo a la reflexión personal. El que se preocupa por tener una vida en la cual no haya sitio para las corrupciones del espíritu, sin excepción, cree irresistible manifestarse acerca de cómo proceden quienes lo circundan, siéndole indiferentes sus riesgos. En vista que los efectos de su desenvolvimiento pueden perturbarnos, incumbe hacer esa crítica. Esto no quiere decir que se ejerza una especie de control totalitario, un acoso encaminado a descubrir bagatelas y motivar ultrajes. El interés debe girar en torno a las materias que puedan obstaculizar la concordia. No niego que haya deliberaciones ligadas al resto de las cuestiones humanas; sin embargo, la tolerabilidad es mayor cuando éstas son tratadas. Por disparatado que parezca, la opinión en cuanto al tema señalado es opcional. Recalco que se trata de una tarea voluntaria; en consecuencia, nadie está constreñido a expandir su condición arbitral. Claro que, habiendo preferido el desdén, las quejas relacionadas con los vicios del congénere no serán bienvenidas. Dependiendo nuestro bienestar de lo que nos cerca, contribuir a su mejoramiento es tan razonable cuanto básico.

Al procurar tener una línea que no sea maligna, uno se transforma en legislador del género humano, porque, siendo presuntamente correctas, sus normas pueden aspirar a regir al conjunto. Por lo tanto, el rigor que nos guía cuando osamos evaluarnos se presenta, del mismo modo, al examinar la conducta de otros. Amparados en esta idea, la expresión de nuestro disgusto moral es ineludible; el silencio no aparece como alternativa que sea válida. Tomamos la palabra con el objetivo de hacer conocer las faltas, equivocaciones y excesos que todo sujeto debería reprobar. Es posible que las probabilidades de sobreponerse a esa sinrazón sean bajas; no obstante, su tentativa tiene una fundamentación plausible. Esta protesta nos enaltece, puesto que, una vez voceada, se desecha cualquier complicidad en esas indecencias. Nuestra desaprobación evidencia el designio de tener días en los que la maleficencia no nos inunde. Pienso que es una muestra superior de caridad, un obsequio al mortal decidido a vivir en sociedad. Es útil anotar que, recurriendo a diferentes medios de persuasión, el censor intenta la reforma del transgresor, confiando en sus facultades racionales e inclinación al bien. Porque, aun sonando inocentes, presumimos que son pocos los maldadosos sin remedio. Huelga decir que ninguna observación está exenta de ser rebatida. No existiendo tribunales que tengan un poder conforme a lo indicado, la controversia irrumpe sin mucho esfuerzo. Por norma general, el individuo que es objeto de una crítica como la ya explicada se defenderá. Lo escucharemos, entonces, fraguando réplicas, contradiciendo las bases del criticador, buscando demostrar que su juicio no está pervertido. Son los gajes de un oficio que nos corresponde cumplir.

En la actualidad, el moralista no tiene poderío inquisitorial. Hubo épocas en que sus condenas comprendían el uso del fuego y la espada. Gente de diversa índole fue castigada porque esas sentencias lo dispusieron. Ni siquiera las autoridades que se ocupaban de los negocios terrenales podían contrarrestar esas resoluciones, esos fallos adversos generalmente a la libertad. Por suerte, así como se dictaron veredictos desde las cumbres palaciegas, pretextando afrontar una lucha en contra del mal, este mismo móvil alentó a oponerse al acatamiento de esas determinaciones. Tras intensas disputas, los dominios de la coercibilidad fueron revertidos hasta reconocérsele lo elemental. Esto no significa que, habiendo perdido predicamento institucional, la ocupación aquí comentada sea inútil. Jamás debería estar en discusión la presencia de individuos que se animen a denunciar las ignominias. Son ellos los que, armipotentes o desprovistos de fuerza, posibilitarán una polémica respecto a esa temática, cuya relevancia es obvia. Es deseable que estas contiendas se produzcan en un ambiente libre de amenazas legales, punitivas, autoritarias. La peor equivocación que podríamos cometer sería dejarnos seducir por el relativismo axiológico. Admito que, desde Nietzsche hasta Vattimo, los enemigos de las afirmaciones proclamadas por la modernidad nos hicieron recordar cuán vital es el cuestionamiento interno. No es suficiente predicar las bondades de un sistema que, a ojos vistas, ha favorecido al mundo entero. Tenemos que ser los primeros en preguntarnos cómo hacemos para mejorar esta situación. Empero, nada debe conllevar el desinterés por adoptar principios que nos guíen al decidir adónde queremos ir. Cuando su encuentro sea producto de razonamientos profundos, emprenderemos su resguardo, lidiando con cualquiera que pretenda el acercamiento a la verdad. Nuestra victoria será haber dejado constancia de que acometimos la purificación del lugar en el cual residimos. No consintamos que se nos vete la oportunidad de participar en esa pugna. Es allí donde se conviene cuáles son los ideales que perseguiremos.

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Nota pictórica. Los condenados es una obra de Luca Signorelli (1445/50-1523).

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