Yo sé, diariamente, de hombres que se sacrifican por su patria;
viviría mil años y no lograría saber de una Patria que se hubiese sacrificado por un Hombre.
José María Vargas Vila
Jorge Luis Borges compuso frases que, por su perspicacia, incorrección política e hilaridad, jamás caerán en los dominios del olvido. Yo disfruto de sus creaciones desde que leí El libro de arena, obra con la cual empezó mi afición al autor antedicho, así como a la encantadora concordancia entre literatura y filosofía. Es innegable que varios renglones borgeanos me han dejado pensando, razonando acerca de su certeza o figurándome motivos para plantear impugnaciones. Regularmente, allende la complacencia relacionada con el argumento, esos escritos permiten aventurarse al ejercicio intelectual, engendrando lectores renuentes a la pasividad de una contemplación artística. Se puede gozar gracias a un relato donde las ideas, sus combinaciones o incompatibilidades, tengan una participación central; sin embargo, cuando es el autor quien les otorga esa categoría, su entendimiento condiciona nuestro placer. Quizá el mayor provecho no sea conocer la convicción del escritor -como se sabe, algunos literatos expresan sólo perplejidades-, sino ayudarnos a construir nuestras propias concepciones. En este sentido, más aún si se trata de artistas con lecturas filosóficas, una cita puede servir para revalidar la postura individual frente a cualquier asunto.
Menciono lo anterior porque, en el cuento «Ulrica», Borges ha redactado una línea que consolidó uno de mis méritos cardinales, vale decir, ser voluntariamente apátrida. Sucede que, tras preguntar sobre lo que implica ser colombiano, el narrador escribe: «No sé –le respondí–. Es un acto de fe». No obstante su brevedad, la contestación resulta bastante útil, pues vuelve hacedero percatarse de la naturaleza que poseen las nacionalidades. En puridad, apartando las connotaciones jurídico-administrativas, lo que liga a la persona con un país donde nace o reside es su fe. El connacional confía en que hay un proyecto colectivo de vida que debe ser materializado por todos quienes tienen el mismo gentilicio; aunque las cuitas aumentaran, mantendría esa creencia porque no concibe su existencia sin aquellas conexiones grupales, gregarias, inciertas. Así, al anunciar su pertenencia a una patria en particular, el sujeto resuelve, de manera tácita, asociar los intereses personales con las pretensiones que impulsan el funcionamiento del Estado, encarnación del espíritu nacional. Pero esta convergencia no permanece inmutable, ya que las prioridades serán jerarquizadas, quedando el deseo individual por debajo de los antojos patrióticos. Sintetizando, esta fidelidad conlleva un sometimiento al sistema de fines que instaure esa invención humana, la cual ha probado ser perversa cuando es ensalzada.
Huelga evocar las crueldades que fueron ocasionadas por el patriotismo de gobernantes y ciudadanos; lamentablemente, en algunos lugares, flamear una bandera origina todavía vilipendios, tornando imposible convivir con ciertos forasteros. La pugna de caprichos estatales que no satisfacen las necesidades radicales del individuo ha conseguido reproducirse sin recato ni cansancio. A pesar de su evidente idiotez, se sigue proponiendo que es loable morir por la patria, rescatar lenguas moribundas, resucitar tradiciones inconducentes, odiar a los triunfadores del extranjero e imponer el culto al panteón independentista. Agudizada la situación, para garantizar el obedecimiento a los dictados que la nación disponga, las transgresiones son penalizadas con severidad excepcional. Al respecto, subrayo que el delito de traición a la patria reciba, desde su creación, los peores castigos ordenados por Ley. Es razonable que se condene un comportamiento contrario a los propósitos mayoritarios, aceptados por su lógica y valor ético, mas no parece juicioso hablar de punir perfidias cuando uno abandona las creencias patrias. Recalco que se puede sancionar a una persona si ésta perjudica gravemente al prójimo, imposibilitando aun el desenvolvimiento pacífico de su comunidad; mi crítica surge cuando, al margen del daño causado a los semejantes, el legislador castiga la deslealtad. Estimo que las apostasías, sean éstas religiosas o políticas, no deben ocasionar reprimendas jurídicas.
Es obvio que los seres humanos no se distinguen por la homogeneidad. Ello puede notarse, verbigracia, en las diferentes formas de organizarse que han tenido hasta el momento. Ocurre que no todas las asociaciones de personas tuvieron suerte al establecer normas, reglas, instituciones; con seguridad, las regulaciones excesivas provocaron su desaparición, pues quienes lograron constituirlas optaron luego por dejarlas. Algo distinto pasa con las agrupaciones que sí fueron eficientes, cumplieron el fin encomendado por sus fabricantes: éstas subsisten porque aseguran una coexistencia civilizada. Lo positivo es que los avances ajenos pueden ser aprovechados, mediante la emulación, para cambiar nuestro ambiente. Señalo esto porque quiero rebatir cualquier tipo de inmortalidad que se atribuya a un país, patria, nación o como desee llamársele. Todo aquello que entorpezca el libre desarrollo de los individuos debe ser modificado y, si fuera incorregible, destruido. No cabe invocar afectos u ojerizas que se sientan por una denominación estatal e impidan su transformación; nada es forzosamente inalterable, exceptuando el designio de contribuir al mejoramiento del orbe. En consecuencia, concebir la nacionalidad como una convención que, cuando acarrea discriminaciones, ofende a las sociedades abiertas es un avance. Al desacralizar a la nación, recuperamos al hombre y podemos comprender que lo esencial no es el estandarte, sino cada uno de nosotros. Por desgracia, esto suele olvidarlo el patriota, mortal que desatiende al individuo, lo único real, para divinizar identidades colectivas, siempre ficticias.
Nota pictórica. Sísifo en el averno es una obra que pertenece a Franz von Stuck (1863-1928).
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