Confieso que la sola imagen de Rubén Armando Costas Aguilera me produce una repulsión indescriptible. Además, desde hace algunos meses, no tolero sus tentativas de discurso ni el tono cavernoso que usa cuando los periodistas lo interrogan sobre la problemática del país. No cuestiono su notable falta de lecturas, ya que la bibliofilia es prescindible si uno quiere dedicarse a los quehaceres políticos; sin embargo, resalto que supere apenas al jefe del oficialismo en ese campo. Resumiendo, fue particularmente vergonzoso tenerlo como representante de la oposición más genuina con que contó el Gobierno hasta este momento. Es irrelevante lo aseverado por sus pendolistas, cortesanos y admiradoras, únicas personas que le reconocen un mínimo de luminosidad. Tal vez su mayor acierto haya sido gritar, frente a miles de cruceños, una frase con final malsonante.
Todo buen contrario al oficialismo sabe cuánto habíamos progresado hasta el año pasado. La oposición regional no era una farsa; los prefectos estaban en condiciones de resistir las ofensivas del Movimiento Al Socialismo. Incluso la coherencia, virtud ética que pocos poseen, acompañaba las decisiones adoptadas por quienes impugnaron el proyecto masista. Es inolvidable el rechazo contundente que originó la propuesta del referendo revocatorio, pues su inconstitucionalidad era palmaria. Al margen de la legalidad, el modo en que fue planteado tampoco permitía su aceptación: había demasiadas ventajas para el autócrata del Estado. No obstante, siendo predecible la revocación de dos autoridades antigubernamentales, Manfred Reyes Villa y José Luis Paredes, un diálogo con Jorge Quiroga Ramírez bastó para enviar al cadalso a los compañeros. El respeto al ordenamiento jurídico y, ante todo, la lealtad fueron conculcados por una determinación que aprobó Costas Aguilera.
Ése fue el primer ataque serio de la oposición contra sí misma. No demorarían los nuevos despropósitos. Al respecto, evoco las contiendas callejeras que los demócratas consumaron para proteger sus libertades, inconciliables con la mentalidad oficialista, elementales dentro de cualquier Estado moderno. Esos individuos cumplieron prestamente las órdenes dadas por la dirigencia; creían que sus líderes compartían los mismos principios y valores. Empero, el desencanto irrumpió cuando, luego de haber avanzado en la concreción del sueño autonómico, se les dijo que no tenían derecho a levantarse contra el proyecto dictatorial. Las oficinas públicas fueron entonces devueltas, acaso como prueba de una capitulación definitiva. A partir de ese momento, todos saben que la vigencia del Estatuto fue perturbada por una mezcla de cobardía e insinceridad.
Los opositores que tiene Morales Ayma en Santa Cruz pueden ser perseguidos, hostigados, calumniados, secuestrados y exiliados; como Rubén Costas prefiere no arriesgarse a perder ningún privilegio, su solidaridad se limita al terreno del consuelo mediático. Esto irrita pero no asombra. Recuerdo que la firma de su delegado Mario Cossío con el Gobierno se hizo mientras era detenido arbitrariamente Leopoldo Fernández, a quien nunca quiso respaldar durante las últimas elecciones. Yo lo acuso de haber facilitado el apresamiento del prefecto pandino; sin ese preacuerdo inverosímil, quizá la realidad hubiera sido distinta. Ahora, albergando fines electoralistas, habla sobre Branko Marinkovic, verdadero icono de nuestra resistencia. Por ello, le hago acuerdo del aislamiento que impuso al Comité pro Santa Cruz cuando aquél era presidente, porque sus intransigentes convicciones ideológicas impedían la negociación. El candidato a la reelección prefectural debe admitir que defiende únicamente sus propios intereses, en virtud de los cuales siente afecto por la tiranía presente. Es más, lo mejor sería que dejara las imposturas y empezara a cantar con el puño izquierdo en alto, formalizando una relación expuesta por los incontables masistas de la Prefectura.
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