El reconocimiento del poder que tiene un enemigo es imperioso cuando pretendemos superarlo. La negación de sus habilidades vuelve imposible trabajar, con seriedad, en aquellas falencias que nos predestinan al fracaso; naturalmente, quien desdeña ese acto no arrostrará bien el desafío del combate. Uno puede disertar acerca de las destrezas y dones que lo envanecen, maximizar los méritos, construirse pedestales desde donde proclame verdades absolutas; empero, cuando la competición no es con el espejo, conviene reflexionar en torno al contrario. Es posible que, debido a sus carencias, los rivales sean incapaces de soportar la embestida menos furibunda. En este caso, hasta una preocupación ínfima sería exagerada. Pero puede aparecer también un contendiente virtuoso o, peor todavía, uno que posea vicios del nivel más repulsivo, gracias a los cuales acometa obtener la victoria. Desde luego, si esta situación se presenta, la identificación de nuestras cualidades sirve para enfrentar las perversiones extrañas.
En democracia, el triunfo electoral debe ser alcanzado merced a propuestas racionales que hagan conocer los candidatos al ciudadano, a quien convendría votar por el mejor plan gubernamental. Sin embargo, cuando los comicios se llevan a cabo en una sociedad maculada por el analfabetismo y la falta de cultura republicana, todo medio parece aceptable para conseguir la gloria. El mortal que despierte simpatía entre los votantes se apropiará del escaño; no interesa su listeza u honradez, pues muchos ciudadanos tienen la costumbre de apoyar al que posee otros atributos. Está claro que, si la mayor parte de los electores exulta mientras escucha elogios triviales, sus mandatarios nunca descollarán por el odio a las necedades. Es probable que la tentación del discurso demagógico cautive a varios políticos y les regale coros de galería; no obstante, imitando al adversario en esas bufonadas, uno demuestra solamente que ha trocado el predicamento de la razón por las estridentes alabanzas del populacho. Aunque demoren, los frutos de la lucha contra el barlovento llegarán para regocijo del individuo que fue reacio a prosternarse ante cualquier antojo mayoritario.
El tema es que, según los recursos empleados, la victoria comicial puede ser digna o innoble. La credulidad posibilita el encumbramiento de sujetos que, mediante promesas faraónicas y acusaciones al pasado del actual pauperismo, emboban a quienes se ilusionan cuando les habla un líder supuestamente todopoderoso e impoluto. Una ilusión colectiva suele ser innocua, tener a copiosos tributarios sin ocasionar ningún perjuicio; empero, si las quimeras predominan en el ámbito político, engendrando adhesiones a proyectos que no contiene la realidad, los resultados eleccionarios jamás serán el producto de un examen sensato del programa voceado por la hueste, sentenciando los años venideros al desastre. Sintetizando, aprovecharse de los sueños –a menudo alucinaciones– que incalculables hombres bosquejan en la miseria puede proporcionar laureles, mas hacerlo será siempre perjudicial e infame.
Convengamos en que no todos los electores tienen la misma calidad; por tanto, sus parámetros de valoración son regularmente distintos. Juzgando esto categórico, el orgullo de ganar una elección admite objeciones. Nadie duda de los beneficios que trae consigo triunfar en un lance democrático, pues, tras conseguirlo, una persona puede ejercer legítimamente las funciones encomendadas. Con todo, hay gran diferencia entre ser distinguido por ciudadanos que, refractarios al populismo, no temen vituperar las consignas monosilábicas y obtener la representación de creaturas decididas a perder su libertad para cumplir el anhelo del cabecilla. Sin importar su porcentaje, lograr los votos que hacen viable la primera distinción es una de las mayores ejecutorias políticas. Quizá su conquista persuada al resto de los súbditos a que deje su afición por la oligofrenia voluntaria. Ni siquiera hoy esto es irrealizable. Walter Benjamin me patrocina con una frase incomparable: «Sólo por amor a los desesperados conservamos todavía la esperanza».
Comentarios
Creo que deberías trabajar en la resignación y dejar de atacar a quienes sí buscan un futuro mejor.