Incluso por mi descabalado y rudimentario estudio del idioma de Heidegger, no he accedido a todos los títulos que H.C.F. compuso. Aunque la cantidad no asegure brillantez, sé que su número es benemérito, lo cual hace posible imaginar una elogiable cifra de lectores. Sin embargo, la docena de obras que tonifican mi biblioteca puede abonar juicios en torno a su creador. No es vital haber engullido el conjunto de sus escritos para considerarlo venerable; al igual que otros autores, pocos folios bastan si se pretende intuir el prodigio. En mi caso, Laberinto de desilusiones fue la primera delectación que experimenté. Esta novela, engendrada por vivencias universitarias que presenció Alemania, me dejó alborozado, convencido de un hallazgo extraordinario. Hasta hoy, las citas que he memorizado son incontables; con todo, esa narración deparó uno de los mayores dijes: «…existiendo un límite absoluto a cada vida individual, sería una soberana tontería el no aprovechar todas las oportunidades –irrecuperables– de divertirse convenientemente». Este axioma es un llamado a levantarse, siquiera de manera breve, contra la planificación burocrática del tiempo, esa calamidad que acostumbra diferir nuestros excesos.
Como cuantiosos hispanohablantes aficionados a la filosofía, mi relación con esta disciplina ganó entusiasmo gracias al magistral Julián Marías, ya que su historia del pensamiento occidental consolidó una inquietud aparecida tras consumir El miedo a la libertad, notable libro de Fromm. Tiempo después, encontré La difícil convivencia, volumen de Mansilla en el que debaten un liberal moderado, una marxista esclarecida y un posmodernista escéptico. Los argumentos que plantea cada protagonista sirven para escrutar, desde distintas perspectivas, problemas del mundo contemporáneo. En efecto, cuestiones vinculadas a la modernidad, el endiosamiento del progreso, los deterioros medioambientales y las utopías ideológicas son consideradas por ese trío de interlocutores. Huelga decir que las reflexiones elaboradas por el dialoguista me convidaron frecuentemente al ensimismamiento; además, muchas veces, llegué a la hipérbole de vitorear una reconvención. Es pertinente afirmar que, luego de leer allí sus evocaciones, Horkheimer y Adorno consolidaron un espacio en mis anaqueles.
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